Opinión
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El inmortal resucitado
L

a exhumación de los restos de Salvador Dalí tal vez no logre probar, con el análisis de su ADN, que haya sido el padre de María Pilar Abel, pero es sin duda una prueba póstuma de su inmortalidad. El extravagante pintor no se equivocaba ni mentía al afirmarse inmortal. Cierto, su resurrección ha tardado más de tres días, pero él nunca pretendió compararse con Jesucristo ni sobajarse a obedecer a la orden de levántate y anda como un Lázaro cualquiera. Si descendió a los infiernos o ascendió al cielo, quizás pueda ser aclarado, si no por él mismo, gracias a su ADN de inmortal. En todo caso, el difunto ha escapado de la monumental tumba imaginada por él y para él.

De nuevo entre nosotros, mortales aún en vida, Salvador Dalí podrá regocijarse con verdadero júbilo de su éxito mediático. Prensa, radio, televisión, redes sociales, a lo largo y ancho del planeta, se ocupan de su persona, en cuerpo y alma, si, con suerte, los análisis llevan su investigación hasta el ADN del alma. Nadie se sorprenderá de escucharlo hablar con su voz profunda para contar su estancia en el más allá reservado a los inmortales, lejos del vagabundeo de las almas en pena. Tampoco de oírlo decir que no fue precisamente en la paternidad donde buscó la trascendente inmortalidad. Si no tenía, como sí tuvo Jorge Luis Borges, el horror de la paternidad y los espejos que reproducen al infinito nuestros errores, es difícil imaginar a Dalí empujando el cochecito de un bebé o dando el biberón a una encantadora niña de meses pintada por él derritiéndose entre dos relojes fundidos blandamente.

La codiciosa quiromántica en busca de identidad acaso pueda prever el futuro, pero su pasado parece ocultársele entre sombras. Si de casualidad poseyese en verdad el don de la videncia, entonces no habría dudas pues sólo habría podido heredarlo de Dalí, capaz de augurar no sólo su futuro de mortal, sino también su radioso porvenir de un presente eterno ahora claramente demostrado con escándalo y trompetas.

Así, lo más misterioso que hubiera podido suceder habría sido encontrar vacía su tumba. Imaginarlo emergido sin ayuda de abajo de una losa de granito de tonelada y media, acicalándose el bigote oliente a formol, escondiéndose a la vista de un público ávido, él, el gran exhibicionista de la paranoia crítica. Es bastante más realista hallar su cuerpo intacto, salirnos de súbito al encuentro resucitado y con sus guantes negros, para parodiar a López Velarde.

Por desdicha, la gente de nuestros días padece el grave defecto del escepticismo y ha dejado de creer en milagros, al menos en esta vida, aunque siga creyéndolos posibles en el más allá de la otra. Debe ser por ello que los encargados de la exhumación esconden a las cámaras y al público su tenebrosa labor. Sin duda, hay órdenes venidas de la Casa Blanca, el Kremlin o el Vaticano de ocultar la resurrección y la consecuente inmortalidad de Salvador Dalí. Reconocerlas sería una transgresión al realismo simplista, una violación al maniqueísmo de la vida y la muerte, una liquidación del miedo indispensable al uso y abuso del poder terrenal.

Es conocido el feroz anagrama que André Breton, fundador del surrealismo, obtuvo con el nombre de Salvador Dalí. Con todas y cada una de las letras de este nombre en orden distinto descubrió la posibilidad de leer el anagrama: Avida dollars. En este terreno, donde la fascinación del dinero es manifiesta, la codiciosa quiromántica bien parece ser la verdadera hija del inmortal pintor. Una prueba más segura que un ADN. Si es necesario agregar el complemento de un nuevo anagrama, puede proponerse, con las letras del nombre María Pilar Abel, otro nombre más significativo: Rabia ame pillar. Existen, desde luego, otros anagramas posibles en esas 14 letras. Encontrarlos es parte de un divertido e imaginativo juego.

Es ahora su turno, queridos lectores y lectoras. Hagan sus apuestas, los dados han sido arrojados. El azar jamás será abolido.