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El cerebro musical
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El escritor argentino César Aira, en la sede de Ediciones Era, el pasado martesFoto Cristina Rodríguez
Periódico La Jornada
Viernes 15 de septiembre de 2017, p. 5

A medio camino entre el cuento y la crónica imaginada, 20 relatos son reunidos en el libro El cerebro musical, en una nueva edición que incluye tres textos autobiográficos hasta hoy inéditos del escritor argentino César Aira (Pringles, 1949), quien visita nuestro país. Las historias de Aira parecen fragmentos de un infinito e interconectado universo en constante expansión, opinó la cantante y poeta Patti Smith sobre la obra del autor. Con autorización del Grupo Editorial Random House, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de la narración que aporta el título a la compilación

El Teatro Español, que era parte del complejo de la Sociedad Española de Socorros Mutuos, estaba pegado al hotel. Aun así, no fuimos directamente sino que cruzamos la calle hacia donde estaba estacionada la camioneta, le dimos la vuelta y volvimos a cruzar al Teatro. Este rodeo obedeció a un escrúpulo de mamá, que no quería que los comensales del hotel, en el remoto caso de que miraran por las ventanas y pudieran ver algo, creyeran que ella iba al teatro.

Entramos al hall, y ahí estaba, colocado sobre un cajón, un vulgar cajón de madera que Cereseto (el concesionario del teatro) había disimulado con tiritas de papel blanco, de las que se usan para embalaje de objetos frágiles; no quedaba mal, porque parecía un gran nido, y aludía doblemente a la fragilidad: por los objetos que se embalan con precauciones y por los huevos que se ponen en un nido. El famoso Cerebro Musical era de cartón, del tamaño de un baúl. Reproducía con bastante realismo la forma de un cerebro, pero no su color, porque estaba pintado de rosa fosforescente, recorrido de venas azules. Nos habíamos quedado en silencio, formando un semicírculo. Era de esas cosas frente a las que no se sabe qué decir. La voz de mamá nos sacó del ensimismamiento.

–¿Y la música?

–¡Es cierto! –dijo papá–. La música… –Frunció el entrecejo y se inclinó.

–¿Estará apagado?

–No. No se apaga nunca, eso es lo que tiene de raro.

Se inclinó más, hasta que yo pensé que se caería sobre el Cerebro, y de pronto se detuvo y volvió la cara hacia nosotros con una sonrisa cómplice.

–Sí. Ahí está. ¿La oyen?

Mi hermana y yo nos acercamos. Mamá gritó.

–¡No lo toquen! Yo tenía unas ganas inmoderadas de tocarlo, aunque más no fuera con la punta del dedo. En realidad habría podido hacerlo. Estábamos completamente solos en el hall. Hasta el boletero y el acomodador debían de estar en la sala, viendo la pieza que al parecer estaba a punto de terminar.

–¡Cómo se va a oír, con este barullo! –dijo mamá.

–Es apenas un susurro. ¡Y pensar que lo devuelven porque les molesta el ruido! Qué vergüenza.

Mamá asintió, pero estaban hablando de cosas diferentes. Papá, que era el único que había oído la música, seguía fascinado con el Cerebro Musical, mientras que mamá miraba a su alrededor y parecía más atenta a lo que sucedía adentro del teatro. De allí provenía un estruendo de risas que hacía temblar el edificio. Debía de haber un lleno completo. Se presentaba la compañía de Leonor Rinaldi y Tomás Simari, con una de esas comedias chabacanas y efectistas que recorrían durante años el interior del país y la gente no se cansaba de celebrar. La supuesta música que salía del Cerebro, trémula y secreta, no podía competir con las carcajadas y el pataleo.

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Portada del libro de Aira

(...)

Las cosas pasaron más o menos así: satisfecha la curiosidad por el Cerebro Musical, mis padres enfilaron hacia la calle, en parte porque no había nada más que ver, en parte para haberse marchado antes de que empezara a salir el público de la sala; la representación debía de haber terminado, los aplausos se prolongaban pero ya no podían durar mucho más, y mamá no quería que la vieran salir junto con la negrada y algún despistado pensara que ella se había degradado al gusto peronista. Tan decidido fue su gesto de retirarse, de dar la espalda, que sentí llegado el momento de darme el gusto y tocar impunemente el gran objeto rosado. Sin pensarlo más, lo hice, con la punta del dedo. Apenas si por una fracción de segundo la yema del índice de mi mano derecha tocó la superficie del cerebro. Por los motivos que se verá, tuve motivos para no olvidar nunca ese contacto, y no lo he olvidado.

Mi travesura pasó ignorada por mis padres, que seguían caminando hacia las puertas de la calle. La que sí la vio fue mi hermana, que tenía dos o tres años y me imitaba en todo. Mi arrojo la envalentonó, y quiso tocar ella también. Pero en su torpeza de pequeño demonio no se anduvo con delicadezas. La punta del dedo no existía para ella. Desde su minúscula estatura, que apenas si alcanzaba el nivel del cajón pedestal, estiró los dos bracitos y se apoyó con todo su peso. Contuve el aliento al adivinar lo que se venía, y lo solté en forma de grito al ver que el Cerebro se desplazaba. Mis padres se volvieron, y se detuvieron, y creo que llegaron a dar un paso o dos hacia nosotros. Para mí, toda la escena había tomado una precisión fantasmagórica, como la milésima repetición de un drama. El Cerebro Musical resbaló pesadamente por el borde del cajón, cayó al suelo, y se rompió.

Mi hermana se había largado a llorar, más por la culpa y el temor al castigo que por lo que había aparecido ante nuestra vista, que debía de escapar a su comprensión. La mía en cambio estaba madura para adivinar, pero lo hizo a duras penas, en medio de una confusión horrorizada que mis padres seguramente compartían.

La corteza rosa del Cerebro Musical se había pulverizado al sufrir el impacto, señal de su fragilidad porque no había caído de más de medio metro de altura. El interior era un compacto hialino, como una gelatina bien moldeada por la cáscara. Cierto aplastamiento, y no sé si cierto temblor quizás imaginado, remanente del golpe, indicaba que no era sólido. El color no mentía: era sangre semicoagulada, y no costaba mucho decidir a quién, o mejor dicho a quiénes, había pertenecido. Porque en medio de esa masa flotaban muertos, en posición fetal mutuamente invertida, los dos enanos hombres, los mellizos. Era como dos láminas, vestidos con sus trajecitos negros, la cara y las manos blancas como la loza; ese contraste de colores los hacía visibles en el rojo oscuro de la sangre. Ésta había salido por sendas heridas en las gargantas, que eran como bocas abiertas gritando. Dije que yo veía la escena con una nitidez sobrenatural, y así la sigo viendo. Veo más de lo que vi. Es como si viera la historia en sí misma; no como una película o una sucesión de imágenes sino como un solo cuadro que se transformara, no con movimientos sino con una fijeza repetida. Aunque movimientos hubo, y abundantes: fue un vértigo, un abismo de átomos irracionales.