Opinión
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Verano 1993
Foto
Fotograma de la cinta de la catalana Carla Simon
V

erano 1993, primer largometraje de la realizadora catalana Carla Simon, es una delicada obra intimista inspirada en su propia infancia. Luego del fallecimiento de su madre, víctima de una enfermedad incurable, la pequeña Frida (Laila Artigas, formidable) es adoptada por sus tíos, quienes viven fuera de Barcelona en un pueblo apacible donde los días transcurren en una imperturbable monotonía. Toda la película está hablada en catalán. Para la niña citadina de seis años el cambio es brusco. No sólo se le ha desprendido de su urbe natal bilingüe, también deberá aprender a ver a sus tíos y a su pequeña hija de cuatro años Anna (Paula Robles) no como una familia de adopción, sino como una réplica sanguínea de sus padres desaparecidos, al punto de aludir a su progenitora muerta como mi mamá de antes. Aunque apenas se menciona al padre de Frida, la biografía de la directora esclarece el asunto al precisar que el hombre falleció tres años antes del mismo padecimiento viral que luego aquejó a su esposa. Así, los misterios de la trama que para el espectador pudieran ser sólo un enigma, en la mente infantil de Frida se multiplican en la confusión y el desasosiego.

Lo notable en esta primera obra es la capacidad de observación de la cineasta y su guionista Valentina Viso para capturar y estructurar con sutileza los cambiantes estados de ánimo de la protagonista infantil que no encuentra comprensión o acomodo en la nueva vida que le han diseñado y de la cual se siente continuamente excluida, ni con el cariño de sus nuevos padres volcado comprensiblemente en Anna, la adorable hija menor, o con un entorno bucólico, con sus tradiciones y festividades locales, muy alejado del ambiente de su ciudad natal. De esta manera, el temprano desarraigo de Frida se manifiesta por partida doble, tanto en el ámbito familiar como en una aclimatación cultural a ratos desconcertante y penosa. A ello se añaden los sentimientos de rivalidad con su nueva hermana, tan acaparadora de afectos, tan imbatible en su candor e inocencia. A pesar de todos los esfuerzos conciliadores de la familia nueva, Frida no puede evitar la sensación de ser en ese hogar acogedor un paria doméstico, la persona arrimada que a los tres días estorba, una penosa responsabilidad impuesta a un ámbito hogareño hasta su llegada dichoso y apacible.

Para algunos espectadores el ritmo lento de la cinta, el minucioso arreglo de su entramado narrativo, puede parecer monótono y sin sorpresas, una suerte de crónica naturalista muy alejada de las fórmulas del melodrama sentimental acostumbrado. Sin embargo, los momentos de intensidad dramática que con destreza dosifica la trama recompensan generosamente la espera de un clímax emocional o de un desfogue de tantos sentimientos contenidos. Hay notas de humor en algún intento de huida de la protagonista o en el empecinamiento de su rebeldía, y también un formidable manejo de la actuación infantil en los momentos en que la pequeña Frida busca esclarecer los motivos de la muerte de su madre. No resulta azaroso detectar ecos de la cinta francesa Ponette (1996), de Jacques Doillon, con su sensible crónica de un duelo infantil en la orfandad, ni mucho menos de la fuerza expresiva de aquel emotivo estallido final de la niña Moonie en El proyecto Florida (2017), del estadunidense Sean Baker. Si en la recurrente paranoia cultural de los spoilers algún lector pudiera suponer que en las líneas anteriores se le ha vendido la trama, muy pronto descubrirá que en narrativas tan inteligentes como este relato autobiográfico de la catalana Carla Simon, lo que queda por descubrir a una sensibilidad atenta es mucho mayor de lo que con tanta sobriedad la directora y su guionista han deseado revelar en la pantalla. Ese es el privilegio y poderío poético de una buena confidencia intimista.

Se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.

Twitter: Carlos.Bonfil1