18 de mayo de 2019 • Número 140 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

De la Sierra al Valle de Hidalgo:
La diferencia como sinónimo de desigualdad


Labrando la sierra. Gabriela Garrett
David Pérez PNERIM-INAH

La heterogeneidad ecológica del estado de Hidalgo conlleva una gran diversidad étnica manifestada en las diferentes poblaciones indígenas que lo habitan: nahuas, otomíes, pames y tepehuas. De acuerdo con la Encuesta Intercensal 2015 del INEGI, en Hidalgo más de 1 millón de personas se consideran indígenas, lo que agrupa al 36% de la población total de la entidad. Esto la convierte en la entidad con mayor población indígena en el país con respecto a su población estatal.

Para comprender las problemáticas actuales de los territorios indígenas hidalguenses es necesario destacar las formas en se han construido las relaciones entre la población indígena y diversas instituciones y organismos estatales. Tal es el caso del Valle del Mezquital y la Sierra Otomí–Tepehua, regiones que concentran a población otomí (hñähñú en el Valle y ñühú en la Sierra) y una minoría tepehua (municipio serrano de Huehuetla) pero que han generado sus propias agendas respecto a las problemáticas vinculadas con la discriminación, el territorio, la lengua y los modelos de desarrollo.

La región del Valle del Mezquital ha funcionado como un laboratorio donde se han ejercitado las maniobras de incorporación, integración y aculturación de las comunidades indígenas al modelo de ‘desarrollo’ del estado nación mexicano. Varios organismos fueron creados como agencias de promoción del desarrollo e integración económica de la población indígena de la región. Las comunidades indígenas participaron de una transición de las relaciones e interacciones con el Estado: de transacciones paternalistas y clientelistas se recuperó la agencia de las comunidades otomíes con un papel más activo como socios en el proceso de ‘etnodesarrollo’.

En el caso de la Sierra Otomí–Tepehua la atención gubernamental de la población indígena se estableció bajo una plataforma de asistencialismo equiparando pobreza con condición étnica. La región mantuvo un perfil de marginación socioeconómica que permitió la introducción de políticas de desarrollo con la intención de integrar y asimilar a los pueblos indígenas a la población mestiza considerada eje del progreso y crecimiento. Durante décadas, la ausencia de diagnósticos participativos fomentó el establecimiento de políticas públicas carentes del reconocimiento de proyectos de desarrollo locales, importando modelos destinados al fracaso.

En la región otomí-tepehua, el sujeto indígena participa marginalmente de los grandes circuitos de compra–venta de la región, proceso que inicia en su condición de mínima posesión de tierras para labrar (minifundismo) acelerado con la nula presencia de favorecimientos económicos en el rubro agrícola. Está en franca desventaja para comercializar sus productos, aunque sigue siendo el pilar fundamental de las vocaciones productivas regionales demandadas desde los planes de desarrollo.

La redefinición del perfil productivo regional fomentó la desaparición de créditos para el ámbito agrícola, forzando a los sujetos indígenas a aprehender su territorio desde una nueva perspectiva que los definía: la pobreza. El paso de cada sexenio ha implementado una forma distinta de asistencialismo, lo cual ha generado cambios forzados en el cultivo de la tierra como, por ejemplo, la transición productiva de maíz a café.

En el Valle del Mezquital podemos hablar, de manera general, de dos modelos productivos planeados desde el ‘desarrollo’: el agrícola, basado en el gran distrito de riego generado por las aguas residuales de la capital y área metropolitana, distribuido en más de 3 mil km de canales que irrigan más de 120 mil hectáreas y que emplea a más de 100 mil productores en 19 municipios de la región. Y el industrial, que atiende la enorme demanda de mano de obra generada por el clúster Tula–Tepeji, el cual incluye la refinería de Pemex Miguel Hidalgo, así como industria cementera y maquiladora. Ambos modelos impactan diametralmente las condiciones de reproducción mínimas de la población indígena, motivando su participación en estos circuitos económicos, pero también dificultando su reconocimiento y definición como población indígena inmersa en un circuito industrial.

A estos prototipos productivos se añaden la instalación de proyectos de infraestructura de magnitud nacional que impactan a nivel local. Debido a su estratégica posición geográfica, el territorio hidalguense está cruzado por una red de gasoductos y oleoductos que transportan diversos combustibles desde el Golfo de México hacia la zona con mayor demanda del energético del país, el centro, cuyo destino se encuentra en la refinería ubicada en Tula. Tanto en la Sierra como en la región del Mezquital, próxima al centro industrial Tula–Tepeji, los territorios indígenas forman parte de múltiples especulaciones por proyectos de instalación de gasoductos, como recientemente sucedió con la cancelación de los proyectos Tuxpan–Tula y Tula–Villa de Reyes, pertenecientes a la empresa TransCanada. Asimismo, ha sido expuesta la absoluta penetración del comercio ilegal de combustible obtenido a partir de la ordeña de esta imbricada red de ductos, añadiendo valor a los terrenos por donde cruzan estos canales de distribución de combustible, sin mencionar los incontables peligros a los que se ve expuesta esta población.

En suma, las relaciones entre Estado y pueblos indígenas se ven cruzadas por un axioma: la diferencia es sinónimo de desigualdad, esto es, su condición étnica es el origen y la consecuencia de su posición de subdesarrollo y marginación; la diversidad se afirma con fines de asimilación y control. Su cosmovisión, conocimientos y prácticas se ven reducidos al ‘saber folklórico’, único espacio donde la diversidad es tolerable; por tanto, las políticas públicas no consideran ninguno de estos conocimientos para el diseño o ejecución de los programas sociales, a menudo apartados de las lógicas y saberes de los pueblos indígenas, así como de sus capacidades administrativas y participativas.

El avance hacia una política socioambiental en Hidalgo debe ampliar los sentidos de la política pública compartimentalizada, incluyendo un análisis de las condiciones económicas en relación con lo social, ambiental y cultural, que permitan tanto la eliminación de la pobreza económica y alimentaria como el fomento de derechos sociales. Ello implica la instalación y consolidación de mecanismos de participación y consulta social en el diseño y ejecución de las políticas públicas y una adecuada coordinación entre los diferentes niveles de gobierno. Especial atención merece una revisión y reconstrucción a las políticas agrarias, suplantadas por las transferencias monetarias condicionadas.

Exitosas experiencias de desarrollo local como lo son el corredor de balnearios de aguas termales cercanos a Ixmiquilpan o la consolidación de cooperativas productoras de café orgánico de altura en el municipio de San Bartolo Tutotepec, pueden ofrecer un escenario de partida para una política pública que atienda a los pueblos indígenas hidalguenses desde sus proyectos y esfuerzos propios, ahí donde ellos han generado dinámicas comunitarias que les permiten valorar su participación en alternativas productivas pero que también fortalecen el desarrollo de la actividad agrícola.•

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