Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 22 de diciembre de 2001
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Política
021a2pol Ilán Semo

Fetichismo de Estado

Hace apenas una década, el Estado mexicano no tenía razones para preocuparse por la recaudación de impuestos. El "sector público" abarcaba porciones vastas (hoy inimaginables) del aparato productivo, financiero y comercial del país. Las empresas descentralizadas proveían de recursos a la inversión pública y el control sobre el comercio internacional fijaba cuotas y aranceles de recaudación predecibles. En rigor, fue una economía cuya estabilidad -que no equidad- se prolongó, salvo algunos sobresaltos, durante más de medio siglo: el Estado se nutría, más que de los impuestos, de los dividendos de su propia economía y de su dominio, casi absoluto, sobre la economía privada.

A principios de los noventa, la privatización de las empresas públicas, la apertura comercial y la restructuración bancaria terminaron con ese "modelo" que hizo del Estado no sólo el centro de la economía sino el de la mayor parte de las iniciativas nacionales. El saldo central de ese cambio fue, irónicamente, la muerte del sistema político que lo propició. A esa reforma se debe también acaso que México no enfrente hoy situaciones como las que han sacudido a Argentina en estos días, o que devastaron en años anteriores a las economías de Ecuador y de Perú.

Con frecuencia se escucha, inverosímilmente, que la crisis argentina es el resultado de la aplicación de "políticas neoliberales". Es una afirmación prácticamente absurda. Incluso los fantasmas, semánticos o no, como el espectro del "neoliberalismo" requieren, para ser creíbles, de ciertas evidencias. Argentina es el país en América Latina que menos abrió sus fronteras al proceso de globalización; es el que menos se arriesgó a enfrentar los dilemas de la apertura. Por el contrario, el menemismo -o el menemato, como gustan llamarlo los argentinos- aseguró la continuación de una gestión eminentemente autárquica, que quiso infructuosamente capitalizar los dividendos de una economía cerrada, para una escuálida y anacrónica elite que data de los años cuarenta, atrayendo respaldos e inversiones que abundaban en el período inicial de la oleada de la apertura comercial. Lo inédito en la actual crisis argentina es que, por primera vez, Estados Unidos, o mejor dicho el Estado estadunidense, ha dejado de ser garante (como lo fue en las crisis de México, Brasil, Indonesia y en parte en Rusia) de la relación entre la administración argentina y ese cartel oligopólico de bancos que se llama Fondo Monetario Internacional. La razón es sencilla: la misma recesión estadunidense se lo ha impedido. Es un golpe tremendo a la inercia del populismo argentino, pero también a los bancos que conforman el propio FMI.

Quien quiera imaginar escenas ficticias del futuro mexicano a partir de lo que sucede en Argentina debería empezar por preguntarse qué pasaría si el PRI regresa en el año 2003, sobre todo ahora que el viejo populismo lo ha retomado en sus manos. ¿Un menemismo a la mexicana?

A principios de los noventa, el gran dilema que enfrentó la sociedad mexicana fue cómo hacer frente al proceso de apertura y restructuración económica. En aquel entonces, la respuesta de la izquierda, que provenía del encuentro entre la izquierda independiente y las corrientes que se habían separado del PRI en 1988, fue dar la espalda al proyecto de actualización económica y encerrarse en los espejismos de ese último y tragicómico intento de actualizar el nacionalismo revolucionario que vivieron los años setenta. En vez de elaborar una idea propia sobre la integración de un mercado común en América del Norte, un programa que se distanciara radicalmente del proyecto devastador emprendido por el salinismo y la tecnocracia mexicana, el neocardenismo sólo supo repetir las frases, ya absolutamente huecas, que en su época habían cifrado los ideólogos del echeverrismo. Este yerro de apreciación sobre los cambios radicales que habían acontecido en el mundo de la economía, si es que la política admite la noción de "error", incapacitó a la izquierda, que había adquirido la legitimidad de una fuerza nacional en 1988, para convertirse en un protagonista de las opciones capaces de dar una respuesta integral a las transformaciones globales que aguardaban al país en la década de los noventa. A una visión absolutamente arcaica y provincial sobre el fenómeno de la globalización siguió el aislamiento y el ostracismo de una izquierda que vio cómo se le escapaba de las manos el consenso adquirido durante la ruptura de 1988.

De ese mismo yerro se nutre hoy la concepción del Estado que sustenta la forma en cómo se ha constituido la refutación de la reforma fiscal que Vicente Fox ha tratado inútilmente de legitimar. Una cosa es oponerse a una reforma fiscal, como la foxista, que quiere suplir la incapacidad política (de efectuar una correcta recaudación fiscal) con la inequidad de taxar productos para extraer ingresos de quienes menos ganan. Otra muy distinta es seguir alimentado la retórica de que propiciar, una vez más, un "Estado inversionista" es la "alternativa" a la crisis por la que atraviesa actualmente la economía nacional. En rigor, la izquierda política ?hoy esencialmente populista? sigue siendo presa de ese fetichismo de Estado que cree que moviendo unas cuantas cifras del presupuesto de la Federación se distribuye realmente la riqueza nacional, y que el Estado, que sólo cuenta con 10 por ciento de la inversión total, puede convertirse en el eje de la reanimación de la economía nacional.

El tema de la crisis económica pasa hoy por estaciones muy distintas: la compleja reconfiguración de la inserción de la economía nacional al proceso de globalización, así como por el fin de una retórica, la del nacionalismo revolucionario, que hizo de la ilusión del "Estado inversionista" la realidad de una economía corporativa y patrimonial. Una reforma fiscal adecuada a este hecho sería el punto de partida para suprimir el inmovilismo que ha secuestrado al mismo Vicente Fox. 

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