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Ilán Semo
Fetichismo de Estado
Hace apenas una década, el Estado mexicano no tenía
razones para preocuparse por la recaudación de impuestos. El "sector
público" abarcaba porciones vastas (hoy inimaginables) del aparato
productivo, financiero y comercial del país. Las empresas descentralizadas
proveían de recursos a la inversión pública y el control
sobre el comercio internacional fijaba cuotas y aranceles de recaudación
predecibles. En rigor, fue una economía cuya estabilidad -que no
equidad- se prolongó, salvo algunos sobresaltos, durante más
de medio siglo: el Estado se nutría, más que de los impuestos,
de los dividendos de su propia economía y de su dominio, casi absoluto,
sobre la economía privada.
A principios de los noventa, la privatización de
las empresas públicas, la apertura comercial y la restructuración
bancaria terminaron con ese "modelo" que hizo del Estado no sólo
el centro de la economía sino el de la mayor parte de las iniciativas
nacionales. El saldo central de ese cambio fue, irónicamente, la
muerte del sistema político que lo propició. A esa reforma
se debe también acaso que México no enfrente hoy situaciones
como las que han sacudido a Argentina en estos días, o que devastaron
en años anteriores a las economías de Ecuador y de Perú.
Con frecuencia se escucha, inverosímilmente, que
la crisis argentina es el resultado de la aplicación de "políticas
neoliberales". Es una afirmación prácticamente absurda. Incluso
los fantasmas, semánticos o no, como el espectro del "neoliberalismo"
requieren, para ser creíbles, de ciertas evidencias. Argentina es
el país en América Latina que menos abrió sus fronteras
al proceso de globalización; es el que menos se arriesgó
a enfrentar los dilemas de la apertura. Por el contrario, el menemismo
-o el menemato, como gustan llamarlo los argentinos- aseguró la
continuación de una gestión eminentemente autárquica,
que quiso infructuosamente capitalizar los dividendos de una economía
cerrada, para una escuálida y anacrónica elite que data de
los años cuarenta, atrayendo respaldos e inversiones que abundaban
en el período inicial de la oleada de la apertura comercial. Lo
inédito en la actual crisis argentina es que, por primera vez, Estados
Unidos, o mejor dicho el Estado estadunidense, ha dejado de ser garante
(como lo fue en las crisis de México, Brasil, Indonesia y en parte
en Rusia) de la relación entre la administración argentina
y ese cartel oligopólico de bancos que se llama Fondo Monetario
Internacional. La razón es sencilla: la misma recesión estadunidense
se lo ha impedido. Es un golpe tremendo a la inercia del populismo argentino,
pero también a los bancos que conforman el propio FMI.
Quien quiera imaginar escenas ficticias del futuro mexicano
a partir de lo que sucede en Argentina debería empezar por preguntarse
qué pasaría si el PRI regresa en el año 2003, sobre
todo ahora que el viejo populismo lo ha retomado en sus manos. ¿Un
menemismo a la mexicana?
A principios de los noventa, el gran dilema que enfrentó
la sociedad mexicana fue cómo hacer frente al proceso de apertura
y restructuración económica. En aquel entonces, la respuesta
de la izquierda, que provenía del encuentro entre la izquierda independiente
y las corrientes que se habían separado del PRI en 1988, fue dar
la espalda al proyecto de actualización económica y encerrarse
en los espejismos de ese último y tragicómico intento de
actualizar el nacionalismo revolucionario que vivieron los años
setenta. En vez de elaborar una idea propia sobre la integración
de un mercado común en América del Norte, un programa que
se distanciara radicalmente del proyecto devastador emprendido por el salinismo
y la tecnocracia mexicana, el neocardenismo sólo supo repetir las
frases, ya absolutamente huecas, que en su época habían cifrado
los ideólogos del echeverrismo. Este yerro de apreciación
sobre los cambios radicales que habían acontecido en el mundo de
la economía, si es que la política admite la noción
de "error", incapacitó a la izquierda, que había adquirido
la legitimidad de una fuerza nacional en 1988, para convertirse en un protagonista
de las opciones capaces de dar una respuesta integral a las transformaciones
globales que aguardaban al país en la década de los noventa.
A una visión absolutamente arcaica y provincial sobre el fenómeno
de la globalización siguió el aislamiento y el ostracismo
de una izquierda que vio cómo se le escapaba de las manos el consenso
adquirido durante la ruptura de 1988.
De ese mismo yerro se nutre hoy la concepción del
Estado que sustenta la forma en cómo se ha constituido la refutación
de la reforma fiscal que Vicente Fox ha tratado inútilmente de legitimar.
Una cosa es oponerse a una reforma fiscal, como la foxista, que quiere
suplir la incapacidad política (de efectuar una correcta recaudación
fiscal) con la inequidad de taxar productos para extraer ingresos de quienes
menos ganan. Otra muy distinta es seguir alimentado la retórica
de que propiciar, una vez más, un "Estado inversionista" es la "alternativa"
a la crisis por la que atraviesa actualmente la economía nacional.
En rigor, la izquierda política ?hoy esencialmente populista? sigue
siendo presa de ese fetichismo de Estado que cree que moviendo unas cuantas
cifras del presupuesto de la Federación se distribuye realmente
la riqueza nacional, y que el Estado, que sólo cuenta con 10 por
ciento de la inversión total, puede convertirse en el eje de la
reanimación de la economía nacional.
El tema de la crisis económica pasa hoy por estaciones
muy distintas: la compleja reconfiguración de la inserción
de la economía nacional al proceso de globalización, así
como por el fin de una retórica, la del nacionalismo revolucionario,
que hizo de la ilusión del "Estado inversionista" la realidad de
una economía corporativa y patrimonial. Una reforma fiscal adecuada
a este hecho sería el punto de partida para suprimir el inmovilismo
que ha secuestrado al mismo Vicente Fox.
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