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Sandra Russo
Nosotros
Fue tan lenta y brutalmente que la política se
alejó de la gente que el miércoles, cerca de la medianoche
-cuando la imagen de un patético Fernando de la Rúa se esfumó
de la pantalla, cuando instantáneamente el estruendo de las cacerolas
empezó a ha-cer resonar su eco metálico en decenas de miles
de balcones, cuando poco después todos salieron de sus casas y en
cada es-quina y avenida los vecinos empezaron a confluir en la termita
indignada que forzó la renuncia de Cavallo-, cada uno sintió
que aquello no alcanzaba, que tampoco alcanzará la renuncia del
gabinete ni la del presidente. Cada uno lleva sobre sus hombros la sensación
de que hay que empezar todo de nuevo, que hay que refundar.
La visión de los saqueos durante todo el día,
la amenaza de las tristes batallas de pobres contra pobres, el caldo de
cultivo para que nazcan serpientes de estos huevos, la certeza de que allá,
intramuros, en algunos despachos otra vez -¡otra vez!- había
quienes intentaban pactar alguna innoble repartija sobre los cuerpos calientes
de los muertos y sobre los cuerpos todavía más calientes
de los vivos, todo eso y mucho más afloró en la conciencia
colectiva. Nos han robado, nos han estafado, nos han mentido, nos han manoseado,
pero anoche pareció que así y todo no nos han destruido.
¿Será ahora? ¿Será ahora que
podamos barajar y dar de nuevo? En la madrugada del jueves las multitudes,
repartidas en manzanas, en barrios, en esquinas, estaban sorprendidas de
sí mismas. Una fuerza superior y más potente que cada quien
estaba operando ese hecho histórico. No hubo consignas más
allá de aquellas que mandaron al carajo a estos tipos. No hubo otras
banderas más que la azul y blanca. No hubo atropellos ni desquicio,
salvo contados incidentes seguramente atribuibles a gente arrancada
o bien al servicio de la confusión. Los ciudadanos se reconocían
entre sí. Azorados de sí mismos, de ser tantos, de estar
tan bien sincronizados con el arma inocua pero atronadora de sus tenedores
y sus tapas de olla, de pertenecer, ahora sí, por fin, nada más
y nada menos que a un pueblo que ha dicho basta, a un pueblo que aspira
a la revolución que significa sacarse de encima a los ladrones,
a los charlatanes, a los miserables. Un pueblo que está agotado
de los males menores. Es con ese cuento que ha-ce años que nos vienen
violando.
Esas multitudes espontáneas desparramadas por todo
el país siguen sorprendidas de su propia magia: sin consignas ni
banderas ni líderes ni nada más que esta atronadora presencia
en la calle, empezó a tomar forma la palabra nosotros. Si nos salvamos,
será pronunciándola.
ŤTomada del diario argentino Página
12
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