Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 13 de enero de 2002
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Política
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Rolando Cordera Campos

El fisco también es cultura

Estamos en aprietos si el acto de creación es puesto en peligro por una medida para acercarnos a la equidad fiscal, pero mayor es el riesgo si el secretario de Hacienda se siente en libertad de hacer teoría económica de la cultura

El ping pong desatado por la reformota fiscal se volvió un lamentable intercambio de pastelazos. Todos a una contra el Congreso, contra la política, contra el gobierno, ahora contra la cultura; sólo falta que el inefable activista de la Coparmex descubra que es la democracia la que nos mata de a poquito. Mientras, la reforma fiscal sigue en el horizonte, cada día más lejos.

Estamos en aprietos si el acto de creación es puesto en peligro por una medida para acercarnos a la equidad fiscal, pero mayor es el riesgo si el secretario de Hacienda se siente en libertad de hacer teoría económica de la cultura. Aquí no hay empate, porque uno tiene el poder mientras que otros sólo tienen el grito. Buscarlo, para llegar a un arreglo, sería desastroso para el Estado fiscal que aún no tenemos, pero también para la cultura que sí hay, pero que necesita más de una revisada crítica.

Habría que plantearse en serio, como política estatal, la promoción de la creación artística y cultural que, junto con la científica, vive arrinconada por la crisis fiscal de un Estado que nunca pudo ejercer sus atribuciones originales y allegarse recursos suficientes para producir los bienes indispensables para la vida en común que el mercado no cubre como tales, es decir, como bienes públicos. Las montoneras verbales de estos días nos alejan en vez de acercarnos a una deliberación sobre esto, así como del tema sustantivo de la reforma abandonada.

Lo de los creadores y su reclamo histórico podría llevarnos por buen camino si fuésemos capaces de trascender el cerco gremial que hoy lo limita y reduce hasta el absurdo. Difícil es hoy, como lo fue también ayer, defender un privilegio basado en la poca familiaridad de la pluma con la mezcla y los ladrillos. Por eso es que el pago de impuestos por concepto de derechos de autor debería ser visto como un hecho creador de derechos, igual que los muchos que faltan para tener un Estado aceptable. Pero la igualdad fiscal no puede quedarse ahí.

Los principios de equidad y de generalidad impositiva no tienen por qué significar que todos paguen lo mismo: ni absolutamente, lo que es obvio, ni relativamente, lo que no ha sido claro para el legislador ni para la Secretaría de Hacienda. Con unos cuantos miles de pesos al mes por encima del monto mínimo, cualquier profesional o escritor de mediano éxito, o poeta afortunado, se pone en el mismo nivel de tasas que el más que exitoso y afortunado banquero. Y eso no es justo ni aceptable, pero apenas si se tocó en la reformota que nos salvó šde pagar el IVA!, según el diputado Batres.

Y es por aquí por donde habría que empezar a desbrozar el camino, no sólo para la cuestión planteada por los escritores y otros creadores, sino para el conjunto de la reforma que nuestros padres conscriptos no realizaron y, a juzgar por las reacciones propiciadas, pueden más bien haber mandado al horizonte del nunca jamás. Si empezamos por discutir el tópico de la (des)igualdad social y ante el fisco, y añadimos el de la pobreza inicua y masiva que nos rodea, quizás podamos urdir otro lenguaje que el que nos ha impuesto la insensibilidad social y política del gobierno y, ahora, la reacción airada e insensata de los quejosos encabezados por los cruzados de Espina.

No es verdad que en materia de impuestos todo tenga que ser igual. Ni siquiera en el caso del IVA podría el más sagaz fiscalista levantar un argumento convincente al respecto, salvo que se aceptara su petición de principio de que toda diferenciación implica demasiado trabajo administrativo y abre la puerta a la corrupción. Lo primero es, de entrada, inaceptable, porque para eso está el servicio público; lo segundo tendría que discutirse en el contexto más amplio de la corrupción y la colusión, en China, Estados Unidos o México, de funcionarios y empresarios. Como el desastre de Enron lo ilustra, las habas se cuecen donde sea.

En esta perspectiva, la demanda de apoyos y estímulos para la creación debería servir para una revisión rigurosa de la tabla impositiva, para alejar y acercar tasas según niveles de ingreso y formas específicas de creación, pero no para pedir el mantenimiento de un privilegio que no ayuda a la formulación consistente de una efectiva política cultural de Estado. Esta, más que basarse en excepciones en los impuestos, debería descansar en el gasto público y en programas de estímulo y protección a los nuevos artistas y escritores, desprovistos de los mínimos medios para sobrevivir dignamente sin renunciar al ejercicio de la vocación.

La globalización de los ingresos para fines de pago del impuesto sobre la renta es vital. Sin ella, poco podrá hacerse para tener una hacienda sana y justa, y siempre tendrá el Estado que recurrir a medidas de última hora, distorsionadas y perturbadoras del orden económico, hoy al borde del colapso si hemos de hacer caso a los beligerantes marchistas sobre San Lázaro que encabezó en diciembre el sindicato patronal.

Ojalá y la creación pudiera dedicar un poco de tiempo a meditar sobre lo público y dejara a un lado su irritación gremial por unas implicaciones negativas que más bien ocultan la ausencia de una política estatal comprometida con la producción y la difusión de la cultura, sin duda el bien más preciado que nos dejó, todavía vivo, la Revolución que se fue. Ť

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