Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 13 de enero de 2002
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Cultura
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Carlos Bonfil

Juego de espías

En una isla de la costa china se captura, tortura y condena a una ejecución inminente a Tom Bishop (Brad Pitt), un joven espía entrenado por la CIA. Paralelamente, su maestro en las operaciones encubiertas, Nathan Muir (Robert Redford), veterano que asume con dificultades la jubilación cercana, se entera de que su protegido Bishop "Boy Scout" será víctima sacrificable de la propia CIA, la cual lo abandona a su suerte para no entorpecer un encuentro diplomático de los jefes de gobierno de China y Estados Unidos. Lo que naturalmente procedería en una fantasía hollywoodense es que Nathan Muir se trasladara personalmente a China y liberara al joven sacrificado, al musculoso estilo de Bruce Willis o a la manera de un Harrison Ford. El plazo de ejecución expira, sin embargo, en sólo veinticuatro horas, por lo que Muir debe orquestar todo un plan de rescate desde el suelo estadunidense: una verdadera operación de inteligencia que consiste en burlar a la CIA, exponer en la prensa extranjera la turbiedad del asunto, comprar ayuda foránea con los propios ahorros (originalmente destinados a un plácido retiro en las islas Bahamas), e imponer finalmente su sentido práctico y su quijotesco afán de justicia sobre los cálculos inclementes de la propia organización que está punto de abandonar.

Jumping Jack Flash. A lo largo de Juego de espías (Spy games), de Tony Scott (La fuga -True romance--, Días de trueno, Enemigo público), se manejan acciones paralelas y repetidos recursos al flash-back. Desde la secuencia de créditos iniciales, el ritmo de edición es vertiginoso, tomas tipo CNN noticias con inserción de fechas y lugares en una sucesión de tomas de los rascacielos de Hong Kong y Shanghai, y de las instalaciones de la CIA en Norteamérica. La operación mediante la cual Bishop intenta rescatar a una joven inglesa prisionera (Catherine Mc Cormack), se resuelve en pocos minutos, en un alarde de movimientos de cámara, cortes bruscos, y descargas de sudor y adrenalina. El cine hollywoodense de acción como una escalada de narcisismo efectista. ƑQué queda después del virtuosismo de este arranque? Un thriller político convencional --muy por debajo de sus estupendos antecesores, los cines de John Frankenheimer y Alan Pakula--que alude a diversas operaciones encubiertas de la CIA entre 1975 y 1991 (periodo de entrenamiento de Bishop) en Vietnam, en el Berlín oriental de la guerra fría (recreado en Budapest), y en un Beirut devastado que controlan fanáticos y extremistas.

Otro esquema convencional es el perfil de la pareja de entrenador y rookie (neófito, aprendiz, principiante) y los contrastes del pragmatismo y el espíritu idealista: la educación sentimental de Tom Bishop a cargo de un experto en espionaje, poseedor de virtudes eminentemente republicanas. La crítica al sistema de cálculos y corruptelas en los servicios de inteligencia se ve suavizada, cuando no anulada, por ese elogio que hace Hollywood de miembros de excepción como Nathan Muir, a final de cuentas orgullo de las instituciones inicialmente cuestionadas. Juego de espías no puede así ir mucho más lejos de un señalamiento inofensivo, incapaz de sorprender a espectador alguno, y de paso trivializado por el ritmo frenético de la acción. Del mismo modo en que la cámara no puede detenerse demasiado tiempo en los rostros y comportamientos de los personajes -siempre hay algo que hacer de inmediato, con apremios de tiempo, con el cronómetro en la pantalla--, también se cancela la posibilidad de profundizar en el tema sugerido. El personaje que interpreta Carherine Mc Cormack, una antigua terrorista buscada en Inglaterra que trabaja como voluntaria en un campo libanés de refugiados-- no tiene mayores relieves ni desarrollo, y su involucramiento sentimental con Brad Pitt tampoco tiene mucho interés ni sustancia. Quedan las actuaciones de Redford y Pitt, con sus encuentros situados siempre en el pasado, en el relato que el primero hace a sus colegas de la CIA, y que anima y modifica a su antojo, como nostálgica reminiscencia de un recién jubilado. Habría lugar para una posible reflexión crepuscular, a lo Clint Eastwood, pero el estilo apabullante de Tony Scott impide sutilezas narrativas: la acción se coloca por encima del diseño de personajes y del fondo mismo de la trama. Juego de espías: una mercancía visualmente atractiva, sin duda, tan eficaz como anodina, perfectamente remplazable por el siguiente éxito de taquilla, en una rutina de todos conocida.

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