MAR DE HISTORIAS
Seiscientas razones
CRISTINA PACHECO
Iba saliendo a la farmacia cuando vi a Sergio: "¿Otra
vez faltaste al entrenamiento?" "No llegó el instructor". Sabía
que mi hijo estaba mintiéndome pero no se lo reclamé. Después
de tanto tiempo de no hacerlo, me gustó que camináramos juntos.
Iba a decírselo cuando se detuvo: "Oye, mamá: ¿cuántos
años crees que viviré?"
Me sorprendió que un chamaco de catorce años
me saliera con algo así. Le contesté: "Muchos, si te cuidas
y no haces locuras". "Ojalá te equivoques: no quiero llegar a viejo
y que me suceda lo que a mis abuelos." "No digas esas cosas. Además,
sólo Dios sabe..." "No es justo. Uno también debería
saber". Cambié de tema y le pregunté si pensaba escribirle
a Divina. "No tiene caso. Hay otras chavas". No lo oí muy convencido
y me preocupé.
En la terapia nos dijeron que debemos tener mucho cuidado
con los hijos adolescentes. A esa edad pueden inducirlos a la drogadicción
o al suicidio las decepciones amorosas, los problemas familiares y hasta
los escolares. A mi hijo le cayeron todos estos problemas encima. Divina,
su amiga de toda la vida, se fue a vivir con su hermana a Los Angeles.
Sergio dice que no le importa, pero se ve que lo afectó mucho. Ya
vi las primeras consecuencias: sus calificaciones están para llorar
y son muchas las faltas a sus entrenamientos de karate.
Es verdad que los problemas nunca llegan solos. En tantos
años de casados, es la primera vez que Ignacio y yo tuvimos problemas
y no por culpa suya o mía, sino por la ocurrencia de mis suegros:
dejar la casa para irse a vivir al Distrito Federal. "¿Por qué?
¿No están a gusto aquí?" Doña Paulita dijo
que con nosotros eran muy felices, pero no deseaban seguir siendo una carga.
Don Mario la secundó.
Este domingo Ignacio se había tomado unas copas
y se puso muy agresivo conmigo: "¿Qué les hiciste?" Mi suegro
vio venir la discusión y procuró evitarla: "Ella no tiene
nada que ver en esto. Ha sido como una hija para nosotros". Ignacio se
entercó: "Para mí que les faltó al respeto, y por
eso quieren irse. Sé lo que digo, conozco a esta perra". Mi hijo
venía de dejar a Divina en el aeropuerto y cuando oyó a su
padre tratarme como jamás lo había hecho, me defendió:
"Chale: cálmese, no le hable así a mi mamá".
Ignacio se enfureció. Lo agarró de la camisa
y lo empujó hasta la pared: "Tú no eres quién para
decirme lo que debo o no hacer. Si quieres seguir viviendo en esta casa
métete bien en la cabeza que para mí nadie es más
importante que mis padres. Ellos son lo más sagrado y quien los
moleste, no me importa si es mi esposa o mi hijo, se chinga".
Se armó el relajo: don Mario nos llamó al
orden, Paulita rezó, Sergio le reclamó a su padre que no
le importáramos y yo le pedía a mi marido que dejara de hacer
el ridículo ante los vecinos. Entonces me volteó un revés.
Mis suegros salieron a pedir auxilio. Mi primo Isauro fue el único
que se presentó a ayudarme pero salió raspado: Ignacio lo
insultó y todavía no le dirige la palabra.
II
Por primera vez en veinte años de casados, Ignacio
no durmió conmigo. En la mañana no quiso desayunar y cuando
le pregunté a qué horas volvería dio un portazo. Mi
suegra lloró y le dijo a mi suegro que todo era su culpa; a él
se le fue el aire. Me asusté y aunque nunca lo había ofendido
le pedí perdón. "Levántate, mujer. Tú has sido
muy buena con nosotros", me dijo. Le respondí: "Pues cuando vuelva
Ignacio del trabajo dígaselo, a ver si entiende".
Esa noche Ignacio se negó a oír a su padre.
No accedió ni siquiera cuando doña Paulita intervino: "Mamá:
no quieras defender a Estela". Volvimos a dormir separados. Tuve mucho
tiempo para preguntarme qué razones tendrían doña
Paula y don Mario para irse, y cómo sería nuestra vida cuando
ellos se fueran.
De pronto nadie volvió a tratar el tema. Creí
que a mis suegros se les había pasado la locura de mudarse al Distrito
Federal hasta que comencé a ver cosas raras: don Mario salía
a la caseta de la esquina para hablar por teléfono y doña
Paulita no descansó hasta que encontró el acta de nacimiento
de su esposo. "¿Para qué la quiere?" "Esto siempre hace falta",
fue su respuesta.
Me preocupé todavía más la tarde
en que apareció en la casa un tal Renato Cañizales, Buscaba
a mi suegro. A leguas se le veía que no era licenciado pero oí
que don Mario le daba ese título con mucho comedimiento: "¿Me
trae novedades, licenciado?" No escuché la contestación porque
se fueron juntos a la calle. Cuando mi suegro volvió le reclamé
que no hubiera recibido a su visita en la sala. El me sonrió y se
fue a su cuarto. Mi suegra lo esperaba en la puerta: "¿Se llevó
el acta?", le preguntó.
Entonces tuve la corazonada de que mis suegros se traían
algo raro. Dudé en decírselo a Ignacio, pero al fin me decidí.
Con todo y que jamás le ha gustado que me le aparezca en su trabajo,
fui a esperarlo a la salida de la fábrica: "Ora, ¿qué
haces aquí?" "Quiero hablar contigo." "¿No podías
esperarte a que llegara a la casa?" "Si no fuera algo urgente, ¿crees
que habría venido? Tus papás andan en algo chueco. No sé
de qué se trate, pero debe ser malo porque los he visto hablando
con un dizque licenciado. Creo que debes investigar. ¿Quieres que
me vaya?"
Como no me respondió caminé al paradero
de las combis. Ignacio me alcanzó: "Espérame. Necesito que
me expliques bien". Nos metimos a una cafetería y le conté
todo. Se levantó tan rápido que ni pude acabarme el café.
Fui tras él: "¿Qué vas a hacer? Piensa que tu padre
está delicado del corazón. Si llegas así como estás
se asustará. Necesitas calmarte". Ignacio soltó una carcajada:
"Estela, ¡por Dios!, acabas de pintarme el retrato de dos delincuentes
y ahora quieres que me calme. ¿Qué harías si estuvieras
en mi lugar?" "Preguntarles. Deja que hablen. No son ningunos niños".
Ignacio paró un taxi.
III
Mis suegros se sorprendieron de que Ignacio y yo entráramos
juntos en la casa. Dije: "Venía de visitar a mi comadre y me lo
encontré en el camino". Mi esposo me desmintió: "Diles la
verdad: que fuiste a verme porque estás preocupada. A ver, papá:
¿qué negocio tienes con ese licenciado? ¿Para qué
lo necesitas? ¿Hiciste algo malo?"
En ese momento llegó Sergio. Enseguida se imaginó
que algo feo estaba pasando. Le sonreí: "No, ¿por qué?"
"Es que tienen unas caras..." Ignacio perdió el control: "Imagínate
si no: tus abuelos andan metidos con abogados..." "Con uno nada más",
aclaró don Mario. "Sí, pero en secreto. Estela ya me lo dijo.
Está bien, no te preocupes. Si es un problema grave trataremos de
ayudarlos". En ese momento recordé la historia de unos ancianos
vendedores de droga detenidos en Tepito.
Respiré aliviada cuando oí a doña
Paulita: "No es nada de lo que se imaginan. Mario, ¿por qué
no se lo explicas?" Mi suegro comprendió que no serviría
de nada refugiarse en sus ahogos y acabó contándonos la verdad:
"Cuando me enteré del programa de apoyo económico para adultos
mayores corrí a pedir informes". Ignacio lo interrumpió:
"¿De cuánto es la ayuda?" "De seiscientos treinta pesos al
mes". "¡Una miseria!", gritó Ignacio. Le pedí que dejara
hablar a su padre. Don Mario siguió: "Me dijeron que la ayuda era
sólo para radicados en el De Efe que tengan setenta años
o más. Como sólo me faltan tres para cubrir ese requisito,
anduve preguntando quién podría ayudarme. Entonces di con
Cañizales". "¿El licenciado?", me preguntó Ignacio.
Mi suegro aclaró: "Así le digo, para que se sienta importante,
pero no es nada, sólo tiene contactos que pueden alterar mi acta
de nacimiento".
Ignacio gritó de nuevo: "Mamá: eso es un
delito. ¿Quieres que mi padre se convierta en delincuente?" Doña
Paulita no se alteró: "Si no encuentra ningún trabajo, ¿qué
otra le queda?" Me senté junto a don Mario: "Es muy poco dinero.
¿Para qué se arriesga?" "Pues para comprarle a mi señora
lo que le gusta: galletas, dulces, un jabón de olor, su jugo". Ignacio
se ofendió: "Papá: aquí tiene todo eso".
Don Mario se quedó pensando. Luego, con los ojos
brillantes, nos dijo: "Sí, pero yo no se lo compro. Antes de morirme
quiero volver a sentir bonito cuando lleve a mi mujer a una tienda y pueda
decirle: Andale, Paulita, agarra lo que se te antoje. Yo pago".