Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 19 de julio de 2002
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Política

Horacio Labastida

Atenco y el México profundo

A Guillermo Bonfil Batalla debemos una sabia lección sobre el ser del mexicano, distinta desde luego a las expuestas antes por Antonio Caso y José Vasconcelos en sus años mozos del Ateneo de La Juventud, la célebre agrupación constituida al amparo de Justo Sierra y en la atmósfera de la Escuela Superior de Altos Estudios, que se fundara en 1910 con el ánimo de recobrar para México la reflexión filosófica regateada por el positivismo porfirista. Las palabras de Caso y Sotero Prieto, innovador en nuestro medio de la docencia en teoría matemática, limitada hasta entonces a la praxis de la ingeniería, iluminarían en los finales del limantourismo los pródromos del México nuevo. En tan apasionante ambiente, exaltado por el estallido de la Revolución, resultaba indispensable un ensimismamiento que diera claridad a todos y cada uno de los elementos constitutivos del mexicano. Caso y Vasconcelos intentaron respuestas acudiendo, cada uno por su lado, a una visión que enhebra religión y metafísica. En la Universidad Popular de aquellos inicios de nuestra modernidad proclamaría Caso la opción del saltar de la vida material al desinterés y la caridad. Sólo así México alcanzaría una beatitud existencial salvadora. Vasconcelos fue por otro camino. El mexicano tendrá que inmergirse en la contemplación de la belleza y dejarse arrebatar por la emoción de lo divino; de esta manera se asumiría el espíritu y el destino de la raza cósmica redentora del hombre. Aunque Caso y Vasconcelos participaron, el primero eventualmente, en el movimiento revolucionario, no advirtieron la grandeza de los ideólogos -Wistano Luis Orozco, Ricardo Flores Magón y Andrés Molina Enríquez, por ejemplo- que nutrieron la acción liberadora iniciada por Madero y Zapata. Por el contrario, cuando Lázaro Cárdenas izó la bandera de civilización justa, haciendo de los ideales constitucionales de 1917 una práctica colectiva, los dos miembros del Ateneo de la Juventud fueron ajenos al amanecer de un México oscurecido y marchito por el militarismo autoritario de Plutarco Elías Calles, en 1936.

Tampoco los filósofos de la siguiente generación, sin duda maestros en el saber, encontraron respuestas precisas a la pregunta sobre lo mexicano. Samuel Ramos nos vio aprisionados en el complejo de inferioridad, del que saldríamos al asirnos del humanismo. Leopoldo Zea con acierto ubica al mexicano en el filo de la navaja, en la situación límite donde todo es posible, la barbarie o la civilización, aunque tan riesgosa condición al mezclarse con el hecho revolucionario, induce experiencias de una autenticidad que despeja el engaño de lo que no se es. Emilio Uranga nos vio como un accidente que explora las posibilidades de sustanciarse en hombre concreto, histórico, y no general o ahistórico, y el agudo Jorge Portilla imagina al mexicano agarrado del relajo que rehuye la seriedad responsable.

No se dejó Bonfil Batalla llevar hacia el existencialismo sartreano y heideggeriano ni seducir por las metafísicas teológicas ni por el sueño de la raza ecuménica. Su método hurga en la historia, ubica al mexicano en su dimensión espacio-temporal, lo aloja en su ayer indígena y español y en los momentos en que, consciente ya de sus raíces, esculpe sus identidades entre las tormentas que lo han azotado desde las postrimerías borbónicas del siglo xviii novohispano y los cruentos enfrentamientos con el absolutismo de Fernando vii -no se olvide la estúpida aventura de Isidro Barradas (1929)- e Isabel II, sucesora del anterior, identidades apercibidas por Morelos en 1813 y reafirmadas durante las luchas del pueblo contra las hegemonías de las elites acomodadas y del capitalismo monopolista del Tío Sam, cada vez más ambicioso y atrabiliario. En tales conmociones frecuentemente asfixiantes y agotadoras se ha conformado y arreciado el ser profundo del mexicano, o sea, el conjunto de valores que lo singularizan como un proyecto histórico incanjeable en lo nacional y en el concierto internacional.

El México profundo no es algo fugaz que puedan destruir los políticos ignorantes de lo que México es y quiere ser, o de otra manera, la suma de anhelos, aspiraciones y concreciones que nos dan fondo y perfil en la historia universal. Y este México profundo es el que ha inspirado e inspira la conducta de los campesinos de San Salvador Atenco. Resisten, repulsan, desconocen el acuerdo que millonarios y autoridades pergeñaron en el propósito de construir, en Texcoco, un aeropuerto internacional acompañado de acaudalantes negocios. Una y mil veces han repetido frente a las amenazas que no es cuestión de dinero y sí de la esencia misma de su vida, de su existencia no como economía o caridad sino como existencia de mexicanos. Es el México profundo que los poderosos jamás extinguirán.

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