Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 11 de noviembre de 2002
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Cultura

Hermann Bellinghausen

El maistro y la veleta

De puntitas, tratando de pesar menos de lo que pesa ya que volar es imposible, descalzo, escala Viterbo el techo de la veranda. Siente el corazón detenerse a cada vibración del cristal.Un paso demasiado firme hundiría la cúpula y deja tú la lluvia de vidrios rotos, la caída libre de Viterbo sobre las plantas hibernadas unos diez metros abajo, suficientes para quebrar una crisma y/o un espinazo.

Cuando es posible apoya un pie en las junturas de metal, finas pero irrompibles. Momentáneo respiro.

Viterbo es albañil desde pequeño. Domina andamios y tejamaniles, trepa muros como un hombre araña, se encarama en chimeneas y tinacos bien quitado de la pena, maístro del ladrillo, la mezcla y la varilla. Ha trabajado en rascacielos, estadios, pirámides, unidades proletarias y casas de interés social. Ha caminado sobre vidrio infinidad de veces. Pero no tan alto.

La veranda es una chulada. La señora Escandón, anciana dueña de la quinta, ha dedicado medio siglo a cultivar orquídeas, írises, rosas tropicales y plantas carnívoras. Los vecinos, "gente muy venida a menos" según la doña, cuchichean que allí parece el jardín de los Locos Adams.

A Viterbo qué más le dan las plantas. Le pagan por llegar a la veleta en la punta y destrabarla. Labor delicada. La señora Escandón, apoyada en su bastoncillo de caoba, lo contempla desde la banca en el rincón, exigente y silenciosa.

No es una veleta así nomás. La trajeron por barco de Bretaña los bisabuelos Escandón. Estuvo en el campanario de la capilla de la floresta hasta que expropió la hacienda el gobierno de Lázaro Cárdenas. Entonces la puso su padre en la cúpula de la casa en la colonia Juárez, por capricho estético. Y por orden del abuelo.

El gallo de hierro, una figura grande, alcanza a verse de lejos. Exhibía esmaltes rojos y azules que la intemperie ha vuelto pardos. La tarea de Viterbo es aceitar la herrumbre del eje y pulir los esmaltes.

La imponente vitrina está sucia, cubierta de hojas, ramas, semillas secas. Sus junturas rechinan como si las pisadas de Viterbo las frieran a fuego lento. Ay nanita, el mastique se está cayendo. Viterbo se detiene y detiene el aliento, más no la sangre que le rebulle en las sienes. Sopla un airón pero el gallo, trabado, no responde. La señora Escandón, aunque a cubierto, se aprieta el chal.

Llega Viterbo arriba. Toma su herramienta del cinto, del bolsillo los aceites y el Braso, la estopa, la lija. La señora Escandón evalúa las nalgas de Viterbo, vieja cachonda. Entre helechos y anonáceas, ignora cuánto suda Viterbo allá en el frío.

El gallo se desliza, reparado, y por primera vez en lo que va del siglo gira en la dirección que le indica la nerviosa rosa de los vientos. Presume como nuevo su plumaje de esmalte. No rechina. Un botecito entero de Tres-en-Uno le inyectó Vierbo, quién hasta lo enceró para resistir las adherencias de polvo.

Ahora desciende. Es la parte más difícil. Resbalar le robaría su último suspiro. Se quisiera mosca que no rompe una copa, araña infalible, gorrión sin conciencia de la gravedad. Pero no, es Viterbo, máistro de mediana estatura, cierto peso y cuerpo no perfecto pero tampoco feo, suficiente para ser un fardo.

La señora Escandón, a decir verdad impresionada, aplaude cuando Viterbo salta al jardín, saca su pañuelo y se seca la frente. El gallo gira y gira porque justo ahora le entraron remolinos al viento y lo enloquecieron un poco. Es otoño, hay que entenderlo.

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