HIDALGO: LASTRES DEL PASADO
El
optimismo oficial, a veces compartido por diversos sectores de la opinión
pública, sobre la transición del país a la normalidad
democrática, debe enfrentarse a pruebas de realidad como las que
representan los comicios legislativos y municipales realizados ayer en
Hidalgo, donde las autoridades, los partidos y buena parte de la ciudadanía
se encuentran inmersos más bien en las lógicas de la normalidad
antidemocrática de hace cuatro décadas.
Los viejos lastres de la cultura del fraude que afloraron
ayer -compra de votos, robo y quema de urnas, amedrentamiento de candidatos
y votantes, parcialidad descarada de los organismos electorales, accionar
de cacicazgos, confrontaciones de mafias amparadas por siglas partidistas-
no están constreñidos, por supuesto, al territorio hidalguense,
y ni siquiera resultan prácticas exclusivas del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), por más que hayan tenido su origen en esa formación
electoral del viejo régimen político mexicano.
Ciertamente, la gran mayoría de las irregularidades
electorales han corrido a cargo de gobernantes estatales y municipales
de extracción priísta y de las estructuras locales del propio
partido tricolor.
Debe notarse que, en este ámbito, la salida del
PRI del Ejecutivo federal no ha representado cambio alguno, y que en los
tiempos que corren el respeto al federalismo tiene, entre otras significaciones,
la de una coartada para la impunidad de los delitos electorales en diversas
entidades de la República.
En otro sentido, y a la luz de lo ocurrido ayer en Hidalgo,
habría que admitir que las mañas electorales han dejado de
ser monopolio del priísmo: los panistas en el poder han sido sometidos
a un rápido aprendizaje de prácticas de mapachismo, las cuales
han sido llevadas además a los ambientes perredistas por tránsfugas
del viejo "sistema" como, caso concreto en Hidalgo, José Guadarrama
Márquez, uno de los más célebres operadores del fraude
electoral de 1988 a favor de Carlos Salinas de Gortari.
En suma, los comicios efectuados ayer en Hidalgo muestran,
una vez más, que la reciente alternancia en el poder ejecutivo federal,
por importante que haya sido, no ha garantizado la real democratización
del país; que ésta no debe contarse aún entre los
logros, sino más bien entre las tareas pendientes, y que el optimismo
oficial y social en esta materia debiera dar paso a un combate decidido
y profundo de los enormes y lacerantes rezagos en materia de democracia.