Luis Hernández Navarro
Pinchazo en hueso
Como esos toreros que culminan una gran faena pinchando
en hueso a la hora de matar, así remató el movimiento campesino
la más importante movilización contra la apertura comercial
en el agro realizada en años. Los líderes rurales perdieron
en la mesa de negociación con el gobierno lo que habían ganado
en las calles, carreteras y plazas públicas.
Las organizaciones campesinas nacionales lograron en unos
cuantos meses poner los problemas del agro en el centro del debate político
nacional, forjar una amplia unidad de acción nunca antes vista,
ganar a la opinión pública a su causa, converger con una
parte significativa del movimiento sindical y obtener el apoyo del episcopado.
Sin embargo, perdieron, en pocos días, la resolución de sus
demandas centrales: revisión del capítulo agropecuario del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte y del artículo
27 constitucional y reorientación de la política hacia el
campo.
Curiosa paradoja: en plena época de cambio, con
un gobierno sin bases rurales y de cara a unas elecciones críticas,
con una fuerza y un respaldo como el que no han tenido en décadas,
las asociaciones de productores negociaron como si tuvieran delante a un
gobierno del PRI, como si la rebelión zapatista no hubiera abierto
un horizonte de lucha mucho más amplio y como si los ejidatarios
de Atenco no hubieran dado una lección.
Obtuvieron a cambio, según ellas mismas reconocieron
durante la ceremonia oficial de firma del acuerdo, pequeñas concesiones.
Pequeñas en comparación no con un programa máximo
de derrota del neoliberalismo, sino con algo mucho más modesto:
las aspiraciones que los dirigentes dijeron tener públicamente en
declaraciones a la prensa y documentos; pequeñas, en relación
con las necesidades del campo, los campesinos y la agricultura nacional;
pequeñas en función de las propuestas para las que pidieron
la solidaridad de muchos; pequeñas si se les mide con la vara de
los recursos y concesiones que este gobierno ha otorgado a los grandes
empresarios.
Es cierto que en ocasiones esas pequeñas conquistas
pueden significar mucho para las organizaciones campesinas. Para fuerzas
agobiadas por la escasez de recursos, un modesto programa de apoyo a la
organización para la comercialización puede representar la
diferencia entre la sobrevivencia y la desaparición.
Además, a diferencia de los sindicatos obreros
que perciben cuotas de sus afiliados, o de los partidos políticos
que tienen acceso a subvenciones públicas, las centrales rurales
deben financiar su funcionamiento con dinero que obtienen del gobierno
(y esporádicamente de fundaciones), usualmente destinado a actividades
relacionadas con la capacitación o el extensionismo. Se encuentran
así en una situación muy precaria. Y, para muchas de ellas,
cualquier posibilidad de remontar esta debilidad pecuniaria es bienvenida,
aunque no represente un avance en la satisfacción de las necesidades
de sus afiliados. Esta circunstancia se hace mucho más dramática
porque muchas de las acciones de protesta que han realizado en el pasado
han tenido como consecuencia que se giren órdenes de aprehensión
en contra de dirigentes. La amenaza de ejecutar las denuncias penales funciona
como verdaderas espadas de Damocles sobre sus cabezas y los coloca en gran
desventaja frente a las autoridades.
Sin duda la suma de coacción gubernamental, debilidad
organizativa, avances limitados y ambición de varios líderes,
presionaron para que el movimiento nacional (con la excepción de
UNORCA, Frente Democrático Campesino, Unofoc y Frente en Defensa
del Campo) pinchara en hueso a la hora de coronar su faena. Pero estos
factores no evitan que firmar el acuerdo tenga un costo.
El precio que las organizaciones campesinas independientes
deberán pagar por esos pequeños avances es elevado: avalarán,
sin disensos, en un Acuerdo Nacional (con mayúsculas), al conjunto
de la política agropecuaria de la actual administración.
Tomarán como propias las líneas de acción anticampesinas
del gobierno. En suma, darán legitimidad a lo que, desde la lógica
de los pequeños productores rurales, no debería tenerla.
Ya lo dijo el Ejecutivo: "Nadie tendrá justificación para
quebrantar la ley con el fin de hacerse escuchar, ni tendrá pretexto
para actuar fuera del marco de las instituciones".
Muchos de los puntos que legitiman al gobierno y hacen
perder autonomía a las organizaciones podrían haber quedado
afuera del documento. Se podía haber pactado sólo en lo que
había acuerdo, o añadido un texto con las salvedades campesinas.
Inexplicablemente, esto no se hizo.
En cambio, el éxito gubernamental no es pequeño.
Fue una bocanda de aire fresco. Fiel a su estrategia de convertir sus derrotas
en triunfos, la administración de Vicente Fox remontó una
situación adversa y la transformó en victoria. Se allegó
así una de cal por las que lleva de arena. Sus descalabros con el
asunto de la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas,
el Plan Puebla-Panamá, el acuerdo migratorio, la construcción
del aeropuerto en Atenco y el fracaso en las reformas del Estado fiscal
y eléctrica encontraron un paliativo en el Acuerdo para el Campo.
El gobierno panista tiene así, de cara a las próximas
elecciones, una valiosa carta que jugar, irónicamente a costa de
dirigentes campesinos vinculados mayoritariamente al PRI y al PRD. A muy
bajo precio, sin hacer concesiones fundamentales a su política,
a la cuenta de los pobres del agro, podrá tener una penetración
en la sociedad rural con la que nunca soñó. ¡Chapó!
PD: La vieja y la nueva política. No deja de ser
significativo que Alberto Gómez y Víctor Quintana, dirigentes
de dos de las cuatro organizaciones que no se sumaron al acuerdo, no hayan
aceptado las candidaturas que el partido del sol azteca les ofreció,
mientras que quienes con mayor beligerancia promovieron la firma del pacto
sean candidatos a diputados o suspirantes fracasados a una nominación
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