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AL CAMPO, MAS DE LO MISMO
El
Acuerdo Nacional para el Campo, firmado ayer por el gobierno federal y
las principales organizaciones campesinas del país -con la crucial
excepción de cuatro importantes agrupa- ciones afiliadas a El campo
no aguanta más- es un compendio de promesas bienintencionadas a
las que, desafortunadamente, no acompañan medidas suficientes para
conseguir la necesaria reformulación de la relación histórica
entre los campesinos y la nación ni para lograr la soberanía
y la suficiencia alimentarias, el desarrollo rural integral y el acceso
justo y equitativo de los trabajadores del agro a la educación,
la justicia, la salud y la vivienda, entre otros muchos derechos siempre
truncados y postergados.
Este compromiso, que el gobierno foxista quiere hacer
pasar como la solución definitiva de los graves problemas que afronta
el campo nacional, es visto por las organizaciones campesinas signantes
con escepticismo -y por algunas con franco pesimismo- y apenas como un
primer paso limitado e insuficiente en una lucha que, en el contexto actual,
se vislumbra todavía larga y difícil. Las rechiflas contra
el secretario de Agricultura, Javier Usabiaga, que tuvieron lugar durante
el acto protocolario son una muestra del profundo malestar que subsiste
entre las agrupaciones campesinas, incluso entre las que avalaron el acuerdo.
Sólo las instancias corporativas vinculadas históricamente
al sistema -como la Confederación Nacional Campesina- ven en él
un documento adecuado para enfrentar los retos del agro mexicano, aunque
tal consideración no está exenta de sesgos políticos
e intereses cargados de pragmatismo.
Por otra parte, que cuatro organizaciones de El campo
no aguanta más (el Frente Democrático Campesino de Chihuahua,
el Frente Nacional en Defensa del Campo Mexicano, la Unión Nacional
de Organizaciones de Forestería Comunal y la Unión Nacional
de Organizaciones Regionales y Campesinas Autónomas) se hayan deslindado
del acuerdo pone de manifiesto que no hay unanimidad sobre la pertinencia
y la viabilidad del texto ayer suscrito y, por ende, que la dinámica
del campo y la complejidad de sus problemas no son compatibles con la grandilocuente
idea de "solución y compromiso históricos" que el gobierno
federal quiere insuflar a este acuerdo.
Lo cierto es que el opresivo modelo de relación
entre los trabajadores del campo y la nación en su conjunto permanece
sin cambios, pues las disposiciones agrarias del artículo 27 constitucional
y del TLCAN -ambas obra de Carlos Salinas- no fueron tocadas, pese a ser
parte de los principales reclamos de las organizaciones campesinas. Tampoco
se establecieron compromisos específicos para proteger a los productores
nacionales de la invasión de mercancías extranjeras y sólo
se emitieron promesas de recurrir a las instancias vigentes y crear fondos
de emergencia, cuando justamente se exigía una reformulación
a fondo de las premisas del TLCAN que conjuntara acciones urgentes con
estrategias de largo plazo. Justamente, que el gobierno federal haya exhibido
como ofertas de negociación obligaciones que tiene que cumplir por
ley suscitó dudas y recriminaciones entre las organizaciones campesinas,
máxime cuando no estuvieron acompañadas de indicadores claros
de una pronta reforma estructural para el agro.
Por añadidura, numerosas voces de la sociedad han
alertado sobre la posibilidad de que el gobierno federal -en un contexto
de incertidumbre económica internacional, escaso crecimiento y falta
de reformas fiscales de fondo- no cuente con recursos suficientes para
cumplir sus promesas y se muestran críticas sobre el eventual uso
electoral que la presente administración pueda hacer de ese frágil
pacto. Hasta el momento, el Acuerdo Nacional para el Campo suscita sólo
un profundo escepticismo, acrecentado irónicamente por los desplantes
retóricos oficiales. ¿Es que realmente se piensa que con
más de lo mismo podrá resolverse el drama histórico
del campo? ¿Por qué no se emprendió el cambio de modelo
tan necesario y reclamado y sí se preserva la lógica opresiva
que mantiene al campesino sumido en la pobreza y atado a la eventual benevolencia
oficial? ¿Por qué no se construye justamente una estrategia
en la que los trabajadores del agro sean protagonistas de su destino y
no sólo espectadores resignados -cuando no desesperados migrantes-
de la invasión de las trasnacionales extranjeras y de la rendición
de la soberanía alimentaria del país?
El Acuerdo Nacional para el Campo nació extremadamente
frágil y es de esperar que las organizaciones campesinas -incluidas
aquellas que lo firmaron- mantengan sus movilizaciones y demandas no sólo
para hacer cumplir sus promesas, sino para exigir avances y compromisos
de mayor calado. Suponer que este acuerdo resta legitimidad a las futuras
luchas campesinas por un modelo más justo es inducir confusión
entre la sociedad; las autoridades deberían abstenerse de utilizar
este texto como arma retórica para desacreditar ante la ciudadanía
el legítimo activismo campesino. El acuerdo ayer firmado es solamente
un paso y en este sentido la nación entera debe mostrarse solidaria
y comprometida con la defensa y el fortalecimiento del agro, pues son labores
indisolubles del desarrollo, la independencia y la viabilidad del país.
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