.. | México D.F. Viernes 6 de junio de 2003
ASHCROFT: LICENCIA PARA MATAR
Ayer,
ante el Congreso de Estados Unidos, el secretario de Justicia de ese país,
John Ashcroft, exigió poderes adicionales para su dependencia en
la "guerra contra el terrorismo". Entre las atribuciones reclamadas por
el funcionario están la de poder pedir a los tribunales que sentencien
a pena de muerte o cadena perpetua a individuos acusados de terrorismo,
mantenerlos presos por tiempo indefinido sin llevarlos a juicio, así
como formular imputaciones penales como "partidarios materiales" contra
quienes, en opinión del Departamento de Justicia, apoyen o colaboren
con grupos terroristas. En la comparecencia, Ashcroft aclaró que
no piensa pedir perdón por las documentadas arbitrariedades que
su oficina perpetró después del 11 de septiembre de 2001
contra sospechosos de terrorismo que, a la postre, resultaron inocentes,
pero que permanecieron encarcelados sin juicio -hasta ocho meses en algunos
casos-, y a quienes les fueron negados sus derechos básicos de tener
acceso a un abogado defensor o de ver a sus familiares durante el cautiverio.
Las palabras del secretario de Justicia del país
vecino marcan de manera inequívoca el tono y el propósito
del gobierno de George W. Bush en su ofensiva no contra el terrorismo,
sino contra los derechos humanos y las libertades. El discurso confirma
el sostenido viraje de Washington hacia el autoritarismo y es expresión
de un periodo gubernamental tan intolerante y dictatorial que supera con
mucho los excesos del macartismo.
Diríase que, una vez que el actual grupo gobernante
halló -en los ataques del 11 de septiembre- el pretexto ideal, se
ha dedicado a demoler todos los mecanismos de contrapeso, verificación
y rendición de cuentas que, mal que bien, caracterizaban la institucionalidad
política estadunidense. Así, hoy día, Bush y su equipo
pueden mentir descaradamente a la sociedad -inventando armas de destrucción
masiva iraquíes, por ejemplo-, adjudicarse contratos millonarios
sin concursos ni licitaciones de por medio -como los concedidos en el Irak
colonizado a la empresa Halliburton, que dirigía Dick Cheney hasta
antes de ser vicepresidente-, atropellar sin pudor la libertad de expresión
y la independencia de los medios informativos -los cuales, en su mayoría,
aceptaron gustosos el oprobio de ser convertidos en oficinas de difusión
del Pentágono durante la guerra pasada- y quebrantar los derechos
humanos básicos, como lo han venido haciendo con los prisioneros
de guerra afganos, con la población civil iraquí en general
y con los sospechosos de terrorismo en territorio estadunidense.
El corolario de este viraje a una dictadura sin adjetivos
bien podría ser la demanda de Ashcroft de condenar a muerte a presuntos
terroristas y a sus supuestos cómplices. Si la Casa Blanca logra
que el Capitolio apruebe esa barbaridad, el aparato judicial estadunidense
podrá ser lanzado en cualquier momento a la cacería no de
terroristas, sino de opositores y disidentes, a quienes se podrá
acusar de algún grado de complicidad con organizaciones terroristas.
El modelo a seguir es España, en donde el gobierno de José
María Aznar -escudero diplomático de Bush en la agresión
militar contra Irak- se permite encarcelar, bajo los cargos de "colaboración
con banda armada" o "apología del terrorismo" a cualquier ciudadano
vasco que manifieste ideas independentistas. Pero en Estados Unidos no
sólo se está pidiendo facultades para encarcelar opositores,
sino también licencia para matarlos. La sociedad civil del país
vecino debiera darse cuenta, antes que sea demasiado tarde, que tales propósitos
no sólo están dirigidos contra los terroristas, sino también
contra las libertades de los propios estadunidenses.
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