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México D.F. Jueves 10 de julio de 2003

Olga Harmony

La prostituta de Ohio

Resulta muy placentero advertir que el público vuelve a fluir a los teatros, por lo menos a los del Centro Cultural del Bosque. Es el caso de La prostituta de Ohio, del israelí Hanoch Levin -no muy conocido entre nosotros-, que dirige Germán Castillo, lo que resulta muy sano porque productores privados como Moisés Zukerman logran recuperar una inversión que dará lugar a nuevas propuestas de este productor que invierte y arriesga en escenificaciones que le interesan y cuyos modos nos recuerdan a Pepe Hernández, que mucho sirve de parámetro para medir la producción privada. Y es más que significativo que el espectador busque más un teatro que le hable de algo muy suyo que el de las grandes figuras, aunque éstas en muchos casos son también grandes actoralmente (y aunque algunos montajes como El saludador, de Roberto Cossa, dirigido también por Castillo -y que es tan lúcido e inteligente- no tengan el mismo éxito de público).

El texto de Levin tiene varias posibilidades para ser encarado. La más evidente, el sueño erótico de un anciano pordiosero que lo ubica en un extraño Ohio donde la prostituta vive en extraordinario esplendor -sinónimo del maravilloso placer sexual- y cuya realidad de hombre solitario y despojado de todo lo hace caer en el garlito de una puta muy puta como es la callejonera Eloísa (y qué descanso que no se dé el lugar común sensiblero de la prostituta de corazón de oro). Aparece muy obvia -ignoro si sea una visión crítica de género- esa persistente preocupación de los hombres por el funcionamiento de su miembro viril como resumen de su entereza vital, del poderío que tienen aun en las más precarias condiciones, de su ser vivo y completo, cuando no se es nada, cuando no se tiene nada.

Tampoco se cae en el tremendismo, que en un momento dado asoma para ser enseguida rectificado en ese encuentro-desencuentro entre padre e hijo enfermo que añoran el momento de la lejana infancia de Pepe en que pudieron expresar su ternura mutua. Historia que del más brutal realismo, de la mayor procacidad se va convirtiendo en un paisaje onírico donde Juan Amargo vive a plenitud su viejo deseo, apoyado por Pepe, del que no sabemos hasta dónde se inmiscuya en ese sueño, dado que los sueños de ambos pordioseros se entreveran con la realidad y culminan en esa otra dimensión a la que al fin se llega.

En la escenografía diseñada por Martín Acosta, que reproduce un callejón con una cortina metálica de bodega o tienda y que muy bien podría encontrarse en algún rumbo de nuestra ciudad, Germán Castillo crea la convención en un momento dado de interior de la vivienda de Juan Amargo mediante juegos de luz y la nada realista escena de los sueños de padre e hijo en que incluso ambos actores caminan de manera diferente, como sonámbulos casi de caricatura que se desplazan por el cuadrado de la escenografía, con el apoyo de la máscara de la prostituta soñada -que se da en un pequeño espacio abierto en la cortina- que simula entonar una canción de la música elegida por Rodrigo Castillo. A los varios planos del texto concurren los planos de la dirección con escenas que en un principio serían totalmente realistas a no ser porque los tres personajes se dirigen al público en lo que podría valer como soliloquios, la manera extravagante de moverse de los actores en la escena de los sueños entrecruzados y la plenamente realista encuadrada en el final onírico. La iluminación es del propio director, casi siempre delimitando rectángulos que aíslan simbólicamente a sus personajes, excepto con luz en todo el escenario para marcar encuentros falsos o verdaderos. El vestuario diseñado por Pilar Boliver, sobre todo el de los varones, da pie a un patético simulacro de elegancia con los sombreros de copa de los sueños.

Hacía mucho tiempo que no veíamos a Oscar Yoldi, y su regreso a escena en un papel importante es bienvenido porque lo saca con todos los matices de su Juan Amargo. Mucho más conocido porque trabaja intensamente y de manera siempre eficaz, Juan Carlos Vives dota a Pepe de esa mezcla de ingenuidad y garrulería que el personaje requiere. María Eugenia Pulido se coloca una máscara de increíble dureza en esa Eloísa que carece de piedad hasta por sí misma.

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