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México D.F. Domingo 31 de agosto de 2003

MAR DE HISTORIAS

Horas contadas

Cristina Pacheco

Una noche, al volver de mi trabajo, encontré la casa a oscuras y a Mario junto a la ventana. Le pregunté qué miraba.

-La guardería.

La respuesta me sorprendió pero no le di importancia. Durante la cena Mario estuvo callado. Para animarlo le hablé de mis proyectos: hacerme de una máquina over y montar un taller en la casa. "Si el negocito crece, trabajaremos juntos". Mi esposo levantó los hombros. Su indiferencia me irritó. Le reclamé su desgano, su falta de interés por buscar un trabajo. Reaccionó enfurecido:

-¿Quieres que vuelva a recorrer oficinas y despachos para que otra vez me digan que no contratan a personas como yo?

Le sugerí otros lugares donde podía buscar: almacenes, fábricas, hoteles, plazas comerciales, cadenas de restaurantes.

-¿Para acabar allí crees que estudié administración de empresas?

Dije que no era el único que había tenido que renunciar a sus sueños con tal de sobrevivir. "Sabes cuánto me gustaba la investigación científica y mira dónde estoy: en un tallercito de quinta, cosiendo batas para enfermera. Eso es mejor que nada".

Confié en que mi explicación lo haría aceptar la mala racha que estábamos pasando. Me equivoqué:

-De acuerdo. Supongamos que mañana me presento en la gerencia de una plaza comercial. ¿Sabes lo que pasará? En cuanto diga que cumplí cuarenta años me echarán como si fuera un perro sucio.

Mario abandonó la mesa y fue hacia la ventana. Lo seguí y le dije que encerrándose no lograría nada, y menos detener el tiempo.

-Es en lo único que pienso. Cada día, cada hora, cada minuto que pasan me digo: "Soy más viejo. Conseguir trabajo mañana será mucho más difícil que ayer o antier"-. Mario se volvió a mirarme: -Desde que instalaron la guardería soy menos egoísta: pienso mucho en los niños. ¡Pobres! No saben...

Esa forma de hablar me recordó las tardes en que Mario regresaba de la vidriera con aliento alcohólico. Le pregunté si había bebido. Se alegró y me besó:

-No sabes cuánto agradezco tus sospechas. Me estimula que me creas capaz de pagarme un trago; pero no: aquellos tiempos ya pasaron-. Me mostró los bolsillos de su pantalón: -Compruébalo tú misma: no tengo un centavo. El dinero que me diste ya se me acabó. ¿Quieres que te diga en qué se me fueron los doscientos pesos? Hablo en serio: acuérdate que todos los domingos de mi otra vida te exigía que me rindieras cuentas del gasto que te daba. Por más que trataras de disimularlo, la furia te escurría por los ojos. Eso llegó a divertirme, a excitarme.

La expresión de Mario me atemorizó. Retrocedí. Me siguió y me obligó a mirarlo:

-Dime que en aquellos momentos no sentías ganas de mandarme al carajo. ¿No? ¡Hiciste mal! Seguro que ahora te arrepientes de no haberlo hecho. Imagínate: no tendrías que cargar con un marido que lleva dos años, siete meses y dos semanas sin poder mantenerte.

No pude más y me solté llorando. Nos acostamos sin tocarnos. Por la mañana, cuando desperté, Mario no estaba en la cama. Desistí de buscarlo: un retardo podía costarme el trabajo.

II

El recuerdo de lo sucedido la noche anterior entre Mario y yo me amargó el día. A la hora de salida sentí miedo de volver a la casa. No encontraba la forma de acercarme a Mario, de salvar la distancia que la discusión había abierto entre nosotros.

En el camino, al pasar frente a una panadería, recordé que cuando era niña mi madre me consolaba de alguna desdicha infantil regalándome un pan dulce. Creí que ese milagro aún era posible y entré en la tienda.

Al llegar a casa encontré a Mario escribiendo. Creí que había reflexionado y estaba llenando otra solicitud de empleo, pero cuando me acerqué para besarlo vi la hoja repleta de números. Quise saber de qué se trataba. Sin apartar los ojos del papel, me respondió:

-Estuve sacando cuentas. Quiero saber cuánto tiempo le falta a Arnold para entrar en el infierno.

Me extrañó la familiaridad con que Mario pronunciaba ese nombre y le pregunté quién era Arnold:

-Seguí tu consejo. Esta mañana fui a la guardería. Iba con la intención de ofrecerme como portero. Junto conmigo llegó un hombre lacio y trajeado que le entregó su hijo a la niñera: "Se lo encargo mucho". Acarició la frentecita del niño: "Arnold, te portas bien". Podría jurarte que a ese tipo le fascinan las películas de acción. Después de gozar viendo explosiones, choques, destripados, de seguro corre hacia su hijito y le dice que se apure a crecer para que puedan compartir el espectáculo. ¡Estúpido! No se da cuenta de que en un abrir y cerrar de ojos el niño se convertirá en un hombre de cuarenta años, condenado a pasar el resto de la vida pidiendo una oportunidad, ¡sólo una!

La explicación me entristeció, pero Mario no se dio cuenta y siguió hablándome del niño:

-¿Sabes qué edad tiene Arnold? Dos años, siete meses y dos semanas. Me lo dijo la niñera. Me quedé conversando con ella mientras la directora tenía tiempo de recibirme. La niñera y yo estuvimos solitos media hora. ¿No sientes celos? Es broma. ¿A qué mujer podría interesarle un fracasado como yo?

Pasé por alto la provocación y le pregunté si se había entrevistado con la directora.

-Sí. A las diez me recibió miss Carla. Su oficina es una preciosidad: está llena de flores, pájaros y mariposas de papel: "Trabajos manuales de los mayorcitos". Le hablé de mi asunto. Con su mejor sonrisa me respondió que, como política de la institución, todo el personal de la guardería es femenino. Bueno, creo que eso dijo porque estuve muy distraído mirando al patio de juegos. Arnold corría de un lado a otro, con sus dos años, siete meses y dos semanas a cuestas.

Mario se inclinó sobre la mesa y revolvió los papeles:

-En términos muy amplios ese niñito ha vivido novecientos cuarenta y cinco días, o sea veintidos mil seiscientas ochenta horas, que equivalen a un millón trescientos sesenta mil ochocientos minutos. Es el mismo tiempo que llevo buscando trabajo. ¿No te parece una coincidencia fantástica?

Sin esperar mi respuesta Mario dobló las hojas y fue a guardarlas en el cajón del trinchador. Regresó a la mesa, tomó la bolsa del pan y la olfateó con gesto animal. Le pedí que no lo hiciera. Estrelló la bolsa contra el piso:

-"No hagas esto, no hagas lo otro". ¿Te imaginas cuántas veces oirá mi niño, me refiero a Arnold, esas palabras? Sólo de pensarlo me canso. Inocente muchachito: no sabe lo que le espera, a menos que...

Mario se llevó la mano al cuello. Supuse lo que iba a decir y para evitarlo le recordé mi proyecto de comprar una over en abonos. En vez de responderme, consultó el reloj:

-Son las nueve. Arnold y yo somos setecientos veinte minutos más viejos que cuando nos conocimos esta mañana. Voy a anotarlo.

Se encaminó al trinchador. Quise evitarlo, forcejeamos y caí al suelo. Grité, le pedí que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Mario se estremeció y se cubrió la cara:

-Pobre niñito. Cada vez que come, respira, sonríe, caga, chilla, se acerca al matadero. Nadie puede impedirlo, ni siquiera sus padres, por mucho que lo amen. Lo sé porque a mí también me adoraron mis viejos. Ella me llevaba a la escuela; él siempre estuvo dispuesto a darme cuanto le pedía para mis estudios, todo con la ilusión de que no terminara de empleadito como él.

Mario acabó llorando y riendo al mismo tiempo:

-Viejo querido: si supieras lo que sería capaz de hacer con tal de convertirme en empleadito.

Desde aquella noche hay poca comunicación entre nosotros. Salgo al taller temprano. A mi regreso, Mario apenas responde a mi saludo: sigue hundiéndose en un mar de hojas. Unas llevan el nombre de Arnold, otras el suyo: todas están llenas de números.

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