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E D I T O R I A L
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México D.F. Viernes 12 de septiembre de 2003

 

LA PROVOCACION DE SHARON

sol-2La pretensión del gobierno israelí de orillar al exilio al presidente palestino, Yasser Arafat, constituye un nuevo factor de desestabilización y confrontación en Medio Oriente que pone de manifiesto la grave actitud de provocación y la carencia de compromiso con la paz que caracterizan al régimen de Ariel Sharon.

Aunque por el momento la determinación de expulsar a Arafat de Palestina no se llevará a cabo, sobre todo por la oposición de Washington, principal sostén de Sharon, la sola posibilidad de que tal acto se produzca ha suscitado ya la indignación del pueblo palestino, acicateado aún más a los grupos radicales y enturbiado la investidura del nuevo primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Ahmed Qureia. Por añadidura, el frenesí del gobierno de Tel Aviv en contra de Arafat ha dejado prácticamente roto el llamado mapa de ruta y arrojado tanto al pueblo israelí como al palestino a la descabellada y criminal embestida terrorista perpetrada por los extremistas de signo islámico y por Sharon y sus halcones.

Ciertamente, Arafat ha estado sometido desde hace años a un severo desgaste político, obra de la inquina de Bush y Sharon, pero el presidente de la ANP y líder histórico de la legítima lucha de su pueblo por una patria propia sigue siendo la principal figura de moderación en el campo palestino y el único contrapeso real a las formaciones radicales como Hamas. Si Arafat fuera expulsado, como desean Sharon y sus secuaces -algo que sólo podrían conseguir con la fuerza militar, pues el presidente palestino ha manifestado su intención de permanecer en Cisjordania-, los frágiles vasos comunicantes entre el pueblo palestino y las formaciones extremistas islámicas podrían reventarse, circunstancia que presumiblemente induciría más violencia, atentados y represión. Sin Arafat, el choque entre los terroristas palestinos y los terroristas de Estado israelíes podría alcanzar dimensiones sin precedentes y sus efectos se extenderían, con el tiempo, no sólo al Medio Oriente sino a amplias regiones del mundo.

En este contexto, es evidente que la provocadora decisión del gobierno de Sharon es casi una declaración de guerra, pues implicaría -de consumarse- destruir el proceso de paz y dar inicio a una confrontación en gran escala, con toda la muerte y el dolor que ello traería para los pueblos israelí y palestino. Incluso de no llevarse a cabo, su mera formulación ha agudizado las tensiones en ambos bandos y lastrado severamente el agonizante mapa de ruta.

Empero, el desenfreno de Sharon no es en ningún sentido un síntoma común entre los políticos y los ciudadanos israelíes. Ejemplo de ello son las declaraciones del ex primer ministro Shimon Peres, quien considera que la expulsión de Arafat sería un "grave error". Tan ominosa es la pretensión de Tel Aviv que la Casa Blanca la juzga inadecuada, aunque sólo sea porque, de realizarse, Washington teme cínicamente que Arafat llegara a operar con más amplitud en el extranjero que en su actual condición de sitiado en Ramallah y porque el exilio del presidente palestino podría catalizar la actividad de grupos como Al Qaeda o generar aún más dificultades para las fuerzas angloestadunidenses en Irak.

La pretendida "deportación" de Arafat permite suponer que mientras Ariel Sharon y el militarismo israelí detenten el poder no habrá posibilidad de resolver el conflicto en Medio Oriente, seguirán canceladas las justas aspiraciones nacionales del pueblo palestino y permanecerán insatisfechos los hondos deseos de paz que comparten, por igual, la gran mayoría de los habitantes -judíos, árabes y cristianos- de esa atribulada región del planeta.
 

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