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México D.F. Viernes 24 de octubre de 2003

Un día más con vida

Ryszard Kapuscinski

Del periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski, hoy comienza a circular en librerías mexicanas ''el más personal y literario de sus libros''. Se trata de Un día más con vida, obra en la que el autor, quien hoy recibe el Premio Príncpie de Asturias, narra el fin del colonialismo portugués y la independencia de Angola. Con autorización de Editorial Anagrama, ofrecemos a nuestros lectores este adelanto de la obra

Cada día, a las nueve de la noche, se producía la llamada de Varsovia. En la caja del télex que estaba en la recepción se encendía una luz y la máquina tecleaba la señal:

814251 PAP PL BUENAS NOCHES TRANSMITA

o:

POR FIN HEMOS CONSEGUIDO COMUNICACION

o:

¿RECIBIREMOS ALGO HOY? PLS GA GA

Yo contestaba:

OK OK MOM SVP

y colocaba la cinta con el texto del cable.

Para mí, las nueve era el momento más importante del día, una experiencia única que se repetía noche tras noche. No dejé de escribir un solo día; escribía llevado por un impulso de lo más egoísta, me obligaba a romper mi parálisis y depresión internas para redactar un texto, por más breve que fuera, y a mantener la comunicación con Varsovia, que era lo único que me salvaba de la soledad y del sentimiento de abandono. Cuando tenía tiempo, me quedaba clavado junto al télex mucho antes de las nueve. La luz que se encendía despertaba en mí el mismo entusiasmo que despierta en un hombre perdido en el desierto el repentino hallazgo de una fuente. Usaba todo mi ingenio para prolongar el tiempo de aquellas sesiones. Describía con todo lujo de detalles cada una de las batallas. Preguntaba qué tiempo hacía en Polonia y me quejaba de no tener nada para comer. Pero finalmente llegaba el momento en que Varsovia decía:

RECIBIDO CORRECTO PROXIMA COMUNICACION MANANA 20.00 HORAS GMT GRACIAS BY BY

la luz se apagaba y me quedaba en la mayor soledad.

(...)
Una vez en el hotel, volví a mi habitación, la 47, expulsé de la cama sin contemplaciones un enjambre de cucarachas y me eché a dormir. No suelo soñar, nunca, pero en aquella ocasión me hallé de pronto en un bosquecillo de las afueras de Varsovia y de detrás de los arbustos empezaron a salir unos facinerosos con cuchillos que se me acercaban a un paso tan sigiloso como si jugasen al juego de las pistas. Abrí los ojos y encima de la cabeza vi a dona Cartagena, al demacrado y exhausto Oscar (el nuevo dueño del hotel) y al portero Fernando, con un medallón de plástico colgando del cuello, con el semblante de Agostinho Neto. Contentos de que hubiese vuelto, me acribillaban a preguntas de un absurdo tan evidente que llegaba a pasmoso: me preguntaban si seguía vivo; y lo hacían con tanta insistencia e incredulidad que yo mismo acabé por perder la noción de la realidad y ya no sabía si estaba despierto o si se trataba de la continuación del sueño, en el cual hubiesen irrumpido de pronto dona Cartagena, Oscar y Fernando sembrando el terror con sus navajas en el bosquecillo de las afueras de Varsovia. No sé qué ocurrió después (seguramente me volví a dormir), pero cuando me levanté de la cama de un salto la habitación estaba vacía. Salí al pasillo: el mismo panorama de desolación. Todas las habitaciones estaban abiertas y vacías. Con los ventiladores parados, la humedad estancada impregnaba el aire; empecé a abrir los grifos. Estos, después de emitir unos ronquidos violentos, acabaron por sumirse en el silencio: no había agua. Corrí escaleras abajo, a la recepción, donde, apoyado con los codos sobre un montón de papeles inútiles y varias pilas de dinero sin valor alguno, dormitaba Félix; su palidecido e inexpresivo rostro descansaba inmóvil sobre una mano. Félix, lo sacudí suavemente, dame de beber. Abrió los ojos para mirarme. Hace tres días que no hay agua, dijo. Se agotan los últimos pozos. Si sigue faltando el agua la ciudad tendrá que rendirse. Lo dejé y me dirigí a la cocina, pero en cuanto entré en ella mis fosas nasales fueron golpeadas por una fetidez tan espantosa que los pies se me clavaron en el suelo y no pude dar un paso. Aquella peste se originaba en el montón de platos y cacharros sin lavar, aunque sobre todo salía de un cerdo hediondo que un cocinero negro estaba descuartizando con una tajadera. Camarada, le dije, no sin antes apoyarme en una mesa para no caerme, dame un poco de agua. El hombre apartó la tajadera y me dio una taza de agua que extrajo de un barril de hojalata. Sentí en mi interior una laxitud llena de frescor que me devolvía a la vida. Un poco más, dije. Que el camarada beba cuanto necesite, dio su visto bueno, para sentirse bien.

Me encerré en la habitación y empecé a hacer llamadas. Los teléfonos funcionaban. La noción de totalidad existe en la teoría, pero en la vida, jamás. Incluso en la muralla más compacta se abre alguna grieta (o al menos tenemos esa esperanza, cosa que ya significa mucho). Aun cuando nos da la impresión de que ya no funciona nada, algo sí lo hace y nos proporciona un mínimo de existencia. Aunque nos rodee un océano de mal, siempre emergerán de él islotes verdes y fértiles. Se ven, ahí están, en el horizonte. Incluso la peor de las situaciones, si en tal nos hallamos, se descompone en elementos simples entre los cuales habrá algunos a los que asirse, como las ramas de un arbusto que creciese en la costa, para oponer resistencia a los remolinos que nos tiran hacia el fondo. Esa grieta, ese islote y esa rama nos mantienen en la superficie de la existencia.

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