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México D.F. Viernes 19 de marzo de 2004

El público asistente se hermanó por obra y gracia de la música

Más de dos horas de jazz delirante con Marsalis y su orquesta en Bellas Artes

Los artistas estadunidenses ofrecen hoy dos conciertos en el Zócalo capitalino

ANGEL VARGAS

Fue mucho, mas no suficiente. La sala a reventar grita, pide, exige, implora más, insaciable. Tales acciones se justifican por lo escuchado. Y Wynton Marsalis y su Lincoln Jazz Center Orchestra acceden a regresar al escenario para regalar sólo otra pieza.

Todo ebulle en el Palacio de Bellas Artes esta noche de miércoles. Han sido más de dos horas de jazz prístino, purísimo, delicioso, delirante el que ha traído el trompetista de Nueva Orléans y su big grandísima band de céfiros divinos.

El teatro está hasta el tope de lleno y en la atmósfera se percibe cierta emoción contenida, un furor y un frenesí que no ha logrado estallar del todo y que humedece las pieles, no sin el auxilio del calorcillo nocturno.

Y es que ante tal música, tan festiva y exuberante, tan lúdica y sexual, hipercachonda, Ƒquién no tuvo en algún momento deseos de mover las de galopar y zarandear sabrosamente el bote?

Pero, Ƒbailar en el mismísimo Palacio de Bellas Artes?, ni imaginarlo, šoh, profanación!, y todo se quedó en frustradas intenciones o en una linda travesura mental. Chingao.

Desde la inicial hasta la última pieza de este primer concierto, Marsalis se deja sentir y escuchar como un terremoto sonoro con epicentros en el swing y la interpretación apegada a los cánones de los grandes clásicos del género.

Las réplicas son de alta intensidad también y se suceden una a otra hasta completar 14, que son los músicos que acompañan en esta primera gira mexicana al aclamado intérprete y compositor de 43 años, también investigador y pedagogo.

A media luz, la banda se distribuye a lo largo y ancho del escenario; todos elegantemente vestidos de traje gris y lustrosos zapatos, tan lustrosos y radiantes como los instrumentos de aliento que predominan en la dotación del grupo.

La batería y el bajo llevan el ritmo, en tanto que Marsalis y demás músicos lo acompañan con movimientos de su cuerpo; bailan aún permaneciendo sentados, abren y cierran sus ojos, intercambiando constantemente miradas de complicidad y sonrisas.

Así, de pronto, entran todos en acción y se hace la música, un tropel de emociones hermosamente desgarrador que traspasa epidermis, músculos, huesos y vísceras hasta llegar al alma y transformarse allí en una poción balsámica y afrodisíaca.

El sonido es un arcoiris viscoso; en realidad se ve y se siente su textura; los 15 maestrísimos lo enlongan y acortan a su antojo, como si se tratase de un gigantesco chicle, haciendo bellas y caprichosas figuras, fugaces algunas, otras de apariencia interminable.

Cada uno de los sax, los trombones, las trompetas, el contrabajo, la batería y el piano se prodigan como solistas conforme se suceden las piezas que integran el programa, lo mismo una composición original de Marsalis que un arreglo de Rapsodia en azul, de Gershwin, o un par de obras de Count Basie.

Las salvas de aplausos y los aullidos estallan a decibeles ensordecedores entre creación y creación, a las cuales deben sumarse los nombres de grandes clásicos como Benny Goodman, Duke Ellington, Louis Armstrong y Chano Domínguez.

A la mitad del concierto, la sala del edificio de mármol está que arde de emoción y sentimiento. No puede ser verdad tanta belleza y, parafraseando a Galileo, sin embargo lo es...

Ambiente de paroxismo

La música de Marsalis y la Lincoln Center Jazz Orchestra nunca pierde la esencia de su electrizante sonrisa, tan magnánima y contagiosa, intensa, como la que se dibuja frecuentemente en el aniñado rostro del trompetista.

Transcurre la función en medio de un ambiente casi ritual, de paroxismo, y el público se ha hermanado ya por obra y gracia de la música llevada a niveles estratosféricos, casi irreales. Así prosigue la velada hasta llegar a su fin.

Ha sido mucho: demasiados vaivenes emocionales, desde la alegría extrema hasta la melancolía; del júbilo a la nostalgia, de la lujuria a la placidez.

No es suficiente, sin embargo. El cuerpo, el oído, el alma piden más, sin importar que esté extenuada, como lo están los jazzistas estadunidenses ante tan prolongada y deliciosa sesión.

Consuela saber que aún ofrecerán otros conciertos como parte de la versión 20 del Festival de México en el Centro Histórico: uno efectuado anoche en el Auditorio Nacional, al lado de la Filarmónica de la Ciudad de México; y este viernes dos en el Zócalo: el primero en la mañana, dirigido a niños y jóvenes, y el otro por la tarde, al lado de la cantante mexicana Lila Downs.

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