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México D.F. Lunes 1 de noviembre de 2004

Iván Restrepo

Un mundo de absurdos

En su más reciente informe la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que durante el siglo pasado se perdieron tres cuartas partes de la diversidad genética en los cultivos agrícolas. Este dato bastaría para llamar la atención de los gobiernos y de la ciudadanía sobre la necesidad de conservar la riqueza y variedad de especies animales y vegetales, pues se trata de algo fundamental para garantizar la seguridad alimentaria del mundo, y de manera muy especial de aquellos países que, aunque poseen riqueza genética, no cuentan con la autonomía para garantizar dicha seguridad porque dependen del exterior, de las leyes del mercado que manipulan a su antojo unos cuantos conglomerados trasnacionales. Además, vivimos en el mundo de los absurdos: según la FAO el planeta cuenta con cerca de 1.4 millones de especies animales y vegetales, de los que el ser humano depende para su alimentación y, en general, su subsistencia. Sin embargo, apenas una docena de especies ganaderas aportan 90 por ciento de las proteínas de origen animal que se consumen en la tierra. Agréguese que únicamente cuatro tipos de cultivo (arroz, maíz, trigo y papa) aportan la mitad de las calorías de origen vegetal que ingiere la población mundial. Como afirma el director de la FAO, Jacques Diuouf, nuestro planeta abunda en formas de vida y es la enorme diversidad genética que posee la que encierra una de las claves para terminar con el hambre que sufren decenas de millones de seres humanos.

Mas la posibilidad de acabar con problemas ancestrales, como el hambre, no parece ser la prioridad de los gobiernos ni de las agrupaciones políticas que aprueban leyes y presupuestos en la mayoría de las naciones. Con las excepciones de rigor (el mundo con economía desarrollada y alta calidad de vida), en países como México se hace lo contrario de lo que dicta la lógica: menos presupuesto para el desarrollo científico y tecnológico requerido para lograr en el futuro el uso de la riqueza genética existente, disminución de los recursos para cuidar la flora y la fauna, carencia de políticas que permitan la formación de cuadros técnicos de alto nivel. Contamos apenas con un especialista en la planificación de las áreas costeras, pese a la advertencia de los expertos de que por el calentamiento global se resentirán negativamente, y en mayor medida que otras áreas, los efectos del fenómeno. Y, en el colmo, desde la propia administración pública se alienta la destrucción de ecosistemas necesarios de enorme riqueza, como los manglares, para complacer intereses privados, como los hoteleros.

Hoy reinan los intereses de unas pocas trasnacionales. Un ejemplo es Brasil. Durante su campaña electoral en busca de la presidencia, Luiz Ignacio Lula da Silva prometió que de ser electo no autorizaría la siembra de cultivos transgénicos, en especial la soya. Una vez en el poder, repitió esa promesa. Sin embargo, en tres ocasiones ha autorizado tales siembras mientras no se aprueba en el congreso la ley sobre los organismos genéticamente modificados (OGM). Es un asunto que lleva 10 años de discusión y que enfrenta a los grupos defensores de la biodiversidad, de la salud y la comida de buena calidad, con los intereses de las grandes corporaciones, las cuales tienen sus aliados, y muy influyentes, en los negocios y la política brasileña. Este país es el mayor exportador de soya del planeta y para serlo ha abierto al cultivo enormes extensiones de tierra antes ocupadas con selva. El daño ambiental y social es incalculable.

Los gobiernos y el Poder Legislativo de México y Brasil, como el de Argentina (víctima también de los intereses trasnacionales que dominan el mundo de los OGM), son activos participantes en las conferencias internacionales sobre cuidado y uso racional de la biodiversidad; no pierden ocasión de confesar su convencimiento de que el crecimiento económico no debe descansar en la destrucción de los recursos naturales y mucho menos darse a costa de la calidad de vida de la población. Hablan de la alimentación como asunto de seguridad nacional. En la realidad hacen todo lo contrario.

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