Opinión
Ver día anteriorDomingo 2 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cordones desenredados
L

o que me anima a acercarme a Ricardo Mazal es que no voy a hablar de su pintura, de la que se ocupa la información al alcance de quien la busque y de la que además yo no podría decir nada autorizado. Tampoco tendría sentido añadir datos a los básicos que lo sitúan como un mexicano que nació en 1950, que en México estudió diseño gráfico e industrial en la Universidad Iberoamericana, y que, después de trabajar con éxito durante una década en esta profesión, la abandonó para, a los 35 años de edad, convertirse en pintor, mudarse a Barcelona y exponer por primera vez en 1987 y en esta ciudad.

En vísperas de abrir una muestra en el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez, en Zacatecas, el otro viernes me lo presentó Vicente Rojo. Estaba vestido de negro, rociando montoncitos de alturas sin intención irregulares de un pigmento natural rojo vivo, vivo, un cuadrado enmarcado por otro, negro, en el centro de la sala principal. No es nada gordo, Mazal, ni flaco, y es de estatura apenas más baja de lo común, blanco, calvo y, de forma de veras arrolladora, sonriente. Qué sonriente. Su nariz se curva todavía más cuando sonríe, porque la punta se inclina hacia el mentón, pero sus ojos pequeños resaltan, como si la sonrisa los agrandara.

Pero no fue sino hasta la mañana siguiente, en las horas previas a las inauguraciones que abrirían el Festival Cultural Zacatecas 2010, número 24, cuando Mazal, alrededor de la mesa del desayuno, en el hotel en el que se hospedaban los artistas mundiales invitados, más que actualizarnos en su vida, nos la regaló. En él, regalar su historia es ofrecer otra sonrisa, una especie de mecedora o de chal.

Después de varias exposiciones internacionales, dos divorcios, también internacionales, y tras la separación de una brasileña, relato de acontecimientos, los de orden cohabitacional, que lleva al pintor a mover la cabeza de izquierda a derecha, como si rechazara el recuerdo porque a él mismo le pareciera insoportable, nos contó que un buen día, cansado de experimentar o de fracasar o de ambas cosas, decidió volver a sus raíces mexicanas, como si el dolor y los líos acumulados y embrollados en su experiencia se debieran a que se hubiera alejado de ellas, y atreverse a volver a empezar. Para lograrlo, urdió un plan.

Propuso a sus amigos que, al que le presentara a la mujer definitiva de su vida, le regalaría el cuadro más valioso de su obra. Y ellos aceptaron el juego y se lanzaron a encontrar a la mujer mexicana ideal de Mazal. A su vez, él se lanzó a conocer, de una u otra forma, a cuanta mujer le fue presentada, a las que se exigió juzgar con honestidad. Quería ganar, por más que estaba dispuesto a perder si no encontraba de veras a la mujer de su vida.

Finalmente, una amiga le presentó a Fabiola González, de quien destacó los ojos verdes y la sensibilidad al arte.

Como para esos momentos Mazal vivía en Nueva York y Fabiola en la ciudad de México, la presentación fue por escrito, vía Internet. Además, con ese encuentro bastó, pues, tras apenas las primeras frases intercambiadas, sin más rodeos Mazal le preguntó a Fabiola si quería casarse con él y Fabiola le contestó que sí.

Durante dos semanas se escribieron varias veces al día, hasta que, incapaz de aguantar más la espera, Ricardo vino por Fabiola. La última prueba que le tendió antes de verse en persona fue en torno a los celos, pues la tentó al preguntarle si estaba dispuesta a pasar con él el resto de sus días aun cuando a él lo acompañara Lupe, a quien no identificó más. Fabiola confirmó su aceptación incondicional, previo a ver que Lupe era una vaca mecánica con la que Mazal franqueó la aduana y se encaminó hacia Fabiola.

De parte de Fabiola, Mazal fue sometido a dos pruebas, que pasó. La del padre de ella, charro, que tras verlo espetó: Este señor, judío, bohemio, no vuelve a poner un pie en esta casa, y la de la abuela materna de ella, una vasca que lo observó desde su silla de ruedas para, a solas con la nieta, advertirle: No cometas el error que yo cometí. Viví infeliz por casarme con tu abuelo, al que nunca quise, y no con el escultor de San Sebastián del que estuve enamorada toda mi vida, y con el que, por respeto al deseo de mi padre, no me fugué.

Mazal y Fabiola tienen 10 años de casados y dos hijas preciosas, Julia y Sofía.