Opinión
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Aprender a morir

La vida como azar

E

n sus Apuntes del pasmado, Edmundo Vidal afirma: “La diferencia entre un hombre considerado de éxito y otro que jamás lo conocerá, es que este último ‘no tiene ni en que caerse muerto’, mientras que el exitoso sí tiene en qué caerse necesaria, impredecible, definitiva y ordinariamente... muerto”.

En efecto, la gran igualadora no hace excepciones y su implacable puntualidad coloca bajo el mismo rasero a todos los seres que se atreven a nacer, independientemente de la época, latitud, especie, actividad, creencia, clase social o evolución de conciencia. Refiriéndose a los racionales o lo que se le parezca, el entrañable Montaigne dejó dicho que practicar la muerte es practicar la libertad a diario, y que para aprender a morir el hombre primero tiene que desaprender, sobre todo a ser esclavo.

Un lector me cuenta que tuvo la fortuna de evitar el conato de encarnizamiento terapéutico o, como se dice ahora, de obstinación terapéutica, a que iba a ser sometido un amigo en agonía mientras era trasladado en ambulancia a un hospital. Ante los estertores previos a la muerte un nervioso paramédico intentó ponerle suero, a lo que el amigo se negó terminantemente. Instantes después sobrevino un paro cardiaco y ahora para sorpresa del auxiliar el amigo le indicó que no intentara ninguna forma de reanimación. Se nos va a ir, exclamó alarmado el ayudante, que por respuesta obtuvo un tiene derecho a irse sin que lo molesten.

Continúa diciéndome este lector que su amigo había cumplido 87 años de edad, que vivía solo en un pequeño cuarto de azotea en el Centro Histórico, que no tenía más parientes que las flores y los pájaros así como unos cuantos amigos y conocidos, pues a lo largo de su existencia no había sabido hacer otra cosa que brindar afecto y compartir su tiempo, del que procuró ser dueño.

Que a temprana edad dejó la casa paterna en un lejano pueblo para jamás volver, que vivió su vida sin tener que cargar la pesada lápida de una vocación, que estuvo dispuesto a pagar el precio por vivir ligero de equipaje, que nunca se casó ni tuvo hijos, que desempeñó mil y un empleos que le permitieron tener lo indispensable mientras los dejaba, que no pudo ahorrar ni asegurarse nada excepto la calidez y gentileza de su trato, que luego de dos días en cama, lúcido y sereno, supo decirle sí a la muerte, y que a la mañana siguiente floreció una gardenia que no había querido hacerlo y revoloteó alegre un colibrí.