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Día de muertos
Sepultureros: oficio que evita lidiar con los vivos

Aquí estamos seguros; afuera nos pueden asaltar

Cala que en la fosa común no hay quien llore a los muertos

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Guadalupe Contreras, una de las enterradoras del panteón San Rafael, ubicado al sur de la ciudad de MéxicoFoto Francisco Olvera
 
Periódico La Jornada
Martes 2 de noviembre de 2010, p. 2

Hay muchos trabajos que apasionan a grado tal que es difícil dejarlos. Pero hay otros que no se dejan abandonar, porque el desaire se cobra con la muerte. Es el caso de los sepultureros. Por ello tienen la consigna de no dejar su empleo, porque el panteón llama.

Han corroborado que los que se van no tardan en volver, pero no para laborar. Pablo Rodríguez Hernández, de 77 años, dice que por ello, y porque le gusta su trabajo en el panteón de Dolores, ha pospuesto su jubilación.

Ezequiel Leal Valles, con 25 años de enterrador en dicho cementerio, siete de los cuales estuvo a cargo de la fosa común, también coincide en que el camposanto no te deja ir. Admite: sí, tengo miedo a la muerte. Pero prefiere seguir trabajando y no estar como residente en el lote destinado a los empleados.

Alejandro Briseño Piña, jefe de la unidad departamental de panteones de la delegación Miguel Hidalgo, también se refiere al tema y comenta que el asunto está en no dejar el trabajo a voluntad.

Ser sepulturero suele ser un oficio con tradición familiar y de éste se encuentran orgullosos no sólo por ser digno, tranquilo, aprender jardinería, albañilería y a palear, sino porque no hay que lidiar tanto con los vivos y porque al conocer tantos decesos que no debieron ser aprendes a valorar tu vida y tu salud.

También se enseña uno a no realizar acciones que implican, aunque no lo parezca, inminente riesgo de muerte, comenta María Contreras Morales, una de las tres únicas enterradoras en el país y, asegura, del mundo.

Entrevistada en el panteón de San Rafael, donde trabaja desde hace 20 años con su hermana Guadalupe y María Ramos Mora, quien tiene 21 años ahí, relata que le tocó enterrar a una niña de cinco años que se ahogó con un globo. También a gente que se desnucó por estar balanceándose en la silla.

Coinciden en que no son personajes siniestros, como son mostrados en las películas. Siniestros, otros, señalan. Explican que las personas que laboran allí son padres, madres, abuelos y esposas, sólo que tienen un trabajo poco común, que ningún niño menciona cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande.

Están de acuerdo en que, en el cementerio, no hay nada que temer. Dicen que nunca han visto nada sobrenatural. A quien hay que tener miedo es a los que están pasando la barda (del panteón), señala Ramos Mora. Subraya: los que sí espantan son los vivos.

Leal Peña indica que cuando termina tarde sus labores prefiere quedarse en el camposanto. Aquí estamos más seguros. Afuera nos pueden asaltar y matar.

Guadalupe Contreras dice que, ante la elevada inseguridad, a los que temo es a los vivos, y añade que su idea sobre los muertos ya cambió.

Hace 20 años, cuando se divorció porque su esposo la golpeaba, tuvo que empezar a mantener a sus hijos, de entonces seis, ocho y 10 años. Fue cuando le ofrecieron trabajo limpiando calles, parques, jardines y cementerios. En las calles era riesgoso y elegí el panteón, pese a tener miedo a los difuntos, pero el tiempo me enseñó a no temer a los muertos ni a la muerte.

María Ramos platica que no le asusta morir y que su trabajo le ha confirmado que después de la vida no hay nada. Pese a ello se dice creyente y desea que al fallecer la lleven al panteón.

No desea ser incinerada, pese a que ha visto lo que el tiempo y los organismos descomponedores hacen al cuerpo. Admite que al principio lo más desagradable eran las exhumaciones, cuando siete años después de los entierros los restos son sacados y vueltos a sepultar más adentro para dejar lugar a un nuevo cuerpo.

Las descripciones que hacen las enterradoras son dignas de una película de horror, y las imágenes lucen como tales para los primerizos.

El hedor, los líquidos, la carne, los gusanos como granos de arroz, los cuerpos con sangre y la ropa destrozada, húmeda y maloliente ya no les impresionan.

Además, eso no lo ven siempre; sí hay huesos, cabellos y ropa, pero depende del cuerpo (si es obeso la descomposición tarda), el clima, el terreno y el ataúd. Si es de madera la putrefacción es rápida, pero si es de metal, no.

Una actividad ingrata es en la fosa común, a la que llegan los cuerpos que no fueron identificados. Ezequiel Leal sabe de ello. Claro, porque fue un sepulturero que se encargó de ésta.

Ahí, además de que los cuerpos o partes de éstos no llegan en las mejores condiciones ni vienen en ataúdes, lo que más cala es que ni siquiera tienen quien les llore. Por eso, dice, es importante conocer las señas particulares de los seres queridos. Uno nunca sabe. Morir lejos, en condiciones difíciles, y seguro llegas a la fosa común.

Pero expresa que ser enterrado allí no implica permanecer. A veces, sostiene, son reconocidos con posterioridad.

Por ello cada cuerpo inhumado en la fosa común tiene una placa que lo identifica y se anota el orden en que fue puesto. Si hay algún petición, se saca el cadáver y los demás se colocan en el orden en que estaban. Incluso si éste era uno de los del fondo, explica.

Cada sábado llega la carga al panteón de Dolores, proveniente del Servicio Médico Forense. Ahora, comenta Briceño, vienen amortajados en una tela sensible a la descomposición.

Ninguno parece excesivamente fuerte, pese a que su trabajo es duro. Pero consideran que cavar fosas, meter ataúdes en la tierra, colocar losas y sacar y poner monumentos de tumbas implica más maña que fuerza.

No les avergüenza decir que son sepultureros, aunque la revelación provoque desacierto y sorpresa. Tampoco reconocer que vivimos de los muertos. No da pena. Lo que debe dar es matar para vivir.