Opinión
Ver día anteriorLunes 27 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Captain Beefheart (1941-2010)
S

i algo caracteriza las canciones o como se llamen de Captain Beefheart es que siempre son repentinas, suceden inesperadamente, nos pescan a la intemperie, y aún después de que pasaron sobre nosotros, inclementes, nos seguimos preguntado, ¿y eso, qué fue?

Se puede fechar en 1965 el comienzo de la no-carrera musical más desafiante de aquel que sería el lustro seminal del rock, cuando se abrieron los caminos definitorios de la que desde entonces devino la música global, paradigmática del nuevo milenio. Ocurría una explosión de vértigo abierta a todo sonido, instrumento o aparato electrónico del planeta. En Londres, Nueva York, San Francisco y Los Ángeles (el mapa del rock era todavía pequeño y en inglés, mas ya irradiando a las periferias en tiempo real). En dicho periodo, con pocas pruebas todavía, José Agustín anunciaba la nueva música clásica, y no faltó quien se le riera.

Aprendimos que la música podía hacerse de cualquier cosa, con el instrumento que fuera, sitar, jarana, tumbadora, sintetizador Moog u orquesta sinfónica, abrigando la intención, poesía, actitud más deliberada que se te ocurriera. Fue el caldo de cultivo sonoro de todos los 68. Y aún en medio de tantas revoluciones por minuto de los Dylan, Lennon, zeppelines, aeroplanos, piedras rodantes, puertas, quienes, subterráneos de terciopelo, Pink, Hendrix, Soft Machine o Madres de la Invención, con Captain Beefheart y su Magic Band uno siempre sentía que habían ido demasiado lejos.

Hacia 1965, tres jóvenes entre tantos en el área de Los Ángeles sintieron la comezón de rascarle a fondo la costra al mundo: Don, Frank y Ryland. En pocos meses se convertirían en Captain Beefheart, Frank Zappa y Ry Cooder, y sus caminos se entrecruzarían accidentadamente por el efecto vecindario. Bueno, Zappa y Don Glenn Vliet (Beefheart) fueron compinches desde la adolescencia en el desierto de Mojave. No iban solos. Recordemos que de esa misma atmósfera angelina brotaron los Doors, repentinos si algo. El rock, definitivamente, había perdido la virginidad.

Aún así, de Safe as Milk (1967, con Ray Cooder) y Strictly Personal (1968) a Trout Mask Replica (1969), Beefheart estableció un exceso fascinante. Su caos y sus oscuros mensajes amenazaban con opacar al aplicadísimo Stravinsky del rock, Frank Zappa. No debió ser fácil, pero ambos se las arreglaron para colaborar a lo largo de los años.

Aunque Beefheart siguió grabando hasta 1982 (Ice Cream for Crow), da la impresión de que nunca encontró su lugar en la escena del rock, y eso que había demostrado que el free jazz vivía, los punks entendieron de inmediato sus brutales riffs con alambre de púas y Tom Waits se fue tendido en la articulación del teatro maravilloso que caracteriza su obra, cada día más Beeefheart en la tragedia y la comedia, y más accesible.

El fisco estadunidense lo trajo de un ala, y eso es malo cuando eres figura pop y te permites obscenidades y panfletos contra el sistema y provocas a todo dios. Sobra decir que su éxito comercial fue raquítico y él acabó en famoso desconocido. Ya desde 1975 volvió a ser el pintor Van Veilt, y cada vez lo fue más hasta su fin, este 17 de diciembre. En 1954, a los 13 años, había sido declarado niño prodigio de la pintura por un célebre escultor.

Su obra plástica, abundante y salvaje como su música, fue mejor comprendida. Cotiza en el mercado internacional del arte, donde no fue el payaso mayor sino un fauve verdadero, crudo. Su pintura, como su música, es rápida y súbita, da brochazos que lo acercan a Francis Bacon, pero con sol, y su pasión por la caricatura fluye con naturalidad bajo un disfraz de expresionismo abstracto. En música, su humor resultaba desconcertante, viajado, sarcástico, críptico y explícito.

Dotado de un formidable rango vocal, navegó del blues al avant garde, todo jazz, circo rítmico, teatro absurdo. Dijo adiós al espectáculo por la lente hiperrealista de Anton Corbjin y se recluyó en Trinidad, en el norte de California, a salvo del mundanal ruido. Quizá nunca le importó que otro angelino, genial pupilo de su parte Beefheart, un tal Tom Waits, viviera no lejos, también a escala rural, en la granja en Sebastopol, donde con Kathleen Brennan ordeña historias y sonidos con productividad picassiana.

Una rola de 1975 ilustra de una pincelada la música y la pintura de Van Vliet en el papel del ojo de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929): “Al hombre con cabeza de mujer/ un tapiz polinesio lo hizo dar la cara,/ una mezcla de arte oriental y mariconadas de viejo vodevil,/ formándole una barbilla triangular tipo escarabajo muy parecida a la mantis religiosa./ Afeitado como si ahumado bajo el perfil de la oreja al cuello/ su rostro era color manchas de nicotina./ Los círculos oscuros bajo sus rugosos párpados cerrados/ parecían un mapa por exceso de rimel turquesa… Una rebanada de coco en una concha rosa le agarró la lengua/ y se la ató con delgadas cuerdas blancas”. Y así se seguía.