Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Simplemente, la ley del más fuerte
L

os bombardeos imperialistas contra Libia plantean diversos problemas. Se mezclan entre éstos los relacionados con la legalidad internacional con los que se refieren a la obligación ética de prestar ayuda humanitaria a poblaciones cuyos gobiernos son incapaces de brindarla o, peor aún, ejercen un poder dictatorial y pueden cometer un genocidio.

Por ejemplo, como recuerda Gilbert Achcar, ¿no habría sido necesario intervenir preventivamente en Ruanda y Burundi para impedir la matanza de más de medio millón de hutus y tutsis que todos veían venir desde hace rato? ¿Tal intervención humanitaria, preventiva, no habría tenido un costo infinitamente menor que el del genocidio que se produjo y que se habría podido evitar? ¿Una fuerza extranjera de interposición, sobre todo si pertenece a países que nunca fueron colonialistas y que son de la misma región, acaso no puede crear las condiciones de pacificación necesarias para que el pueblo del país donde la rebelión popular mal armada se enfrenta a una dictadura asesina pueda encontrar una solución política –una asamblea constituyente, por ejemplo– y ejerza así su soberanía, porque ésta debe estar en sus manos y no en la de los gobiernos?

El principio mismo de la intervención humanitaria no puede ser discutido, porque es una obligación semejante a la que tiene toda persona civilizada cuya intervención puede evitar que una bestia humana maltrate a una mujer o a un niño o impedir un crimen.

Pero entonces surge la pregunta: ¿quién tiene la legitimidad necesaria para decidir si en un país determinado existe o no una dictadura y si hay o no peligro de genocidio? Seguramente no las potencias imperialistas y las ex potencias colonialistas, y menos aún, ensangrentadas por las guerras de agresión y de conquista del pasado y por su participación en la brutal ocupación de Afganistán e Irak, y violadoras, como Estados Unidos, de la legislación internacional con su criminal bloqueo a Cuba.

Los países que sostienen dictadores desde hace décadas, que apañan la criminal acción colonialista y genocida de Israel en Palestina, que son socios de Arabia Saudita y de los reyezuelos árabes, como se asociaron hasta ayer con Muammar Kadafi, no pueden hablar de ayuda humanitaria cuando lo que los mueve es el deseo de aplastar y controlar la rebelión de los pueblos árabes, que ha desestabilizado todo el dispositivo imperialista en la región, la lucha por la distribución del poder geopolítico en la zona y el ansia de sacar una tajada mayor de la riqueza petrolera libia, y no la preocupación –que no tienen ni nunca tuvieron– por la suerte del pueblo libio.

Éste es el que debe decidir sobre su propio destino y escoger su forma de gobierno y quiénes serán sus gobernantes. Es cierto que los rebeldes mal armados y desorganizados, que corrían el riesgo de ser aplastados por el poderío técnico de la dictadura, pueden ver con alivio la intervención militar imperialista que salva sus vidas. Pero lo único que podría garantizarles a la vez esas vidas y la libertad, sería una mediación de otros países árabes y africanos, con un pasado común de víctimas del colonialismo y del imperialismo, que negocie una solución pacífica y cree una fuerza militar de interposición entre los combatientes, abriendo así el camino para la preparación pacífica y democrática de elecciones para una asamblea constituyente, de modo que circulen las informaciones, las ideas, las propuestas; separar, en el campo kadafista, los cómplices de la dictadura de los que apoyan al dictador por temor a una recolonización del país y, en el campo rebelde, a quienes son agentes del imperialismo o kadafistas reciclados a última hora de los que, en cambio, quieren un país independiente, libre, soberano, democrático y con todo lo que nunca tuvo (sindicatos, prensa libre, libre expresión política de las diversas comunidades).

Idealizar en nombre del antimperialismo a Kadafi, sólo porque éste, como rata acorralada, se defiende de sus socios y aliados de ayer, es erróneo. Calificar de humanitaria la actitud imperialista de Washington, que quiere derrocar a Kadafi y para eso bombardea, y la hipocresía y salvajismo de los gobiernos de Sarkozy y Berlusconi, no sólo también es erróneo sino criminal.

El imperialismo, como en la época del pirata Drake, impone en escala mundial la ley de los cañones y pisotea toda legalidad internacional. Si Kadafi no tiene legitimidad, menos aún la tienen el gobierno de Washington y su presidente, hijo de un africano que cree que puede decidir por los africanos qué les conviene a éstos. No hay otra salida legítima que una comisión de mediación, una fuerza regional o latinoamericana de interposición entre los combatientes y la apertura de un proceso de consulta democrática al pueblo de Libia. La intervención imperialista hace que el mundo retroceda siglos. Esa barbarie debe cesar de inmediato.