Opinión
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¿En qué creer?
E

scribo el 11 de septiembre. La sensibilidad del mundo occidental cambió hace una década. Aunque el terrorismo ya había asesinado a muchos, su virulencia fue mayor el 11 de septiembre de 2001. Impactó en las entrañas de Estados Unidos. Los mundos del dinero y de la política fueron alcanzados por la audacia de los terroristas. A partir de ese día fue más patente lo que todos sabían: Nadie es inmune al mal y todo puede el mal.

Diez años después del acto terrorista, Al Qaeda, artífice de la mayor conmoción de esta década, ha perdido poder y presencia. Eso es bueno pero no es todo. El ataque contra algunos de los corazones de Occidente en 2001 provino de la ira de grupos radicales; las razones de los fundamentalistas musulmanes, aceptadas por pocos, denostadas por la mayoría, son sólo parte de esa urdimbre, cada vez más deshilachada. El mundo no ha sanado ni sanará sin Bin Laden. Las lacras humanas que circulaban en 2001 no han mejorado en 2011, han empeorado. Con Bin Laden, sin Bush, con Bush, sin Bin Laden las preguntas son las mismas: ¿en quién creer?, ¿en qué creer?

Después del 11 de septiembre de 2001 el odio en el mundo se diseminó y el cáncer humano (no del humano) se desbordó. La desazón y las metástasis se multiplicaron. Un vistazo a vuelapluma es suficiente. En octubre 2011 se inicia la Operación Libertad Duradera; Estados Unidos se adjudica el derecho de invadir a Afganistán. En octubre 2002 Al Qaeda regresa y ataca en Indonesia. En 2003 empieza la invasión y la guerra en Irak. En 2004 los islamistas atacan trenes en Madrid. En 2005 Londres es víctima del terrorismo. En 2011 un comando estadunidense mata a Bin Laden. Otro vistazo a vuelapluma también es suficiente: muertes, invasiones, guerras… Durante ese tiempo, e incluso hoy, saltan a la luz otros avatares: torturas ejercidas por estadunidenses (y recientemente por ingleses) contra prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib, Irak, y en Guantánamo, decenas de miles de civiles muertos como consecuencia de las guerras, aumento en el número de desplazados, etcétera.

Un estudio de la Universidad Brown, en Estados Unidos, mostró dos panoramas. Primero: los gastos acumulados para corregir el rumbo del mundo de nada han servido. Se calcula que los costos de las guerras –Irak, Afganistán, Pakistán, etcétera– varían entre 3 y 4 mil millones de dólares. Segundo: más de 2.2 millones de estadunidenses han ido a las contiendas. Los datos económicos son aterradores: representan la cuarta parte de la deuda nacional de ese país. La inutilidad de los gastos, aunada a las verdaderas urgencias del orbe, como son el hambre en el Cuerno de África, pacientes con tuberculosis, paludismo o sida que fallecen por falta de medicamentos, Haití al borde del colapso, así como algunos males de Estados Unidos, donde 30 por ciento de la población no tiene acceso a la salud, multiplican el malestar. Las guerras disfrazan. Disfrazan y desvían la atención de la sociedad. Esa es una de las victorias pírricas de las conflagraciones surgidas como consecuencia del 11 de septiembre de 2001.

Durante esta década el odio se propagó y siguió la ruta de una idea de Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz: El odio destroza al odiado, pero destroza igualmente a quien odia. Estados Unidos y Europa han derrochado un esfuerzo enorme para detener el terrorismo. Aunque lo han conseguido los costos han sido muy elevados. La propagación de la inquina es una execrable realidad, no tanto por el temido y controvertido choque de civilizaciones, sino por la creciente polarización entre personas de diferentes razas o que ejercen credos distintos.

A diferencia de lo que sucede con el dinero o con el número de individuos que participan en las guerras, donde el dinero y los muertos se pueden contar, el nivel de hostilidad entre personas o grupos sociales es difícil de evaluar. A pesar de esa dificultad, es evidente que después del 11 de septiembre de 2011 la saña se diseminó en buena parte del orbe.

Ese efecto o daño colateral, para usar uno de los términos estúpidos de las guerras, sigue y seguirá creciendo. Aunque sus efectos a escala global –cristianos asesinados en Egipto o en Yemen, prisioneros muertos en Guantanamo, etcétera– no son aparatosos, las repercusiones humanas del rencor si lo son. Viajar en avión al extranjero o sentirse diferente cuando se es minoría son sendos y cotidianos ejemplos de odio.

Los 10 años que han transcurrido desde septiembre de 2001 de nada han servido. Al número de muertos y gastos inútiles debe agregarse otro retroceso en el cual poco se repara. El conocimiento acumulado en este periodo, sea en ciencia, arte, tecnología o en ciencias sociales no ha repercutido en las conflagraciones; poco han modificado la conducta humana. Wiesel tiene razón: El odio destroza al odiado, pero destroza igualmente a quien odia.