Opinión
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Enrique Krauze y el arte dramático
D

esde hace mucho tiempo he pensado que Enrique Krauze podría dedicarse al arte dramático y ser un magnífico actor. Es inteligente, tiene buena voz y según algunas damas tiene una aceptable presencia. Sus más recientes actuaciones en que aparece como víctima del odio serían la envidia de Laurence Olivier o de Marcello Mastroianni.

En el cine, en el teatro y en otras expresiones del arte dramático los actores efectúan simulaciones, se hacen pasar por personas que en muchas ocasiones no tienen nada que ver con sus vidas reales. Pero en México las simulaciones son casi un deporte nacional en la política, el deporte, el arte, y en muchas esferas sociales más; multitud de hombres y mujeres fingen cualidades positivas que están lejos de tener.

La simulación es una compañera inseparable de la corrupción, excepto en aquellos casos en que lo simulado es llevado a cabo y reconocido como tal, como en el caso del arte dramático, aunque hay ocasiones en que el artista simulador es confundido con sus personajes, lo cual ocurre con cierta frecuencia. Así, por ejemplo, ese notable actor que fue Carlos López Moctezuma era en ocasiones insultado en las calles o en otros sitios, ya que algunas gentes suponían que era temible villano (Carlos se especializaba en interpretar papeles de malvado incansable).

Pero, especialmente en la política, el simulador pretende que el papel que interpreta muestra con claridad mayor o menor su verdadera personalidad; o sea, que miente, alternando la hipocresía con el cinismo. Así, el amo del Kremlin, por ejemplo, José Stalin, fingía ser un gran demócrata, redentor del proletariado y vivir con gran modestia. De tal modo engañó a hombres lúcidos como H. G. Wells, George Bernard Shaw y Henri Barbusse. En nuestro país, los simuladores sobran. Basándose en esta realidad, el escritor y periodista Luis Spota produjo su mejor novela basada en un hecho real: Casi el paraíso. En ese texto narra cómo un aventurero italiano se hizo pasar por un noble aristócrata, logró la amistad de muchos altos funcionarios del gobierno (y los favores eróticos de muchas féminas), así como un buen conjunto de bienes, servicios y dinero.

Krauze podría ser un simulador artístico, pero no lo es. Es un individuo que encubre su personalidad bajo un disfraz de liberal, partidario del pluralismo ideológico y amante de la tolerancia. Sin embargo, dirige una revista –Letras Libres– en la cual el contenido sustancial no es cultural, sino político. En esa publicación se vitupera e injuria reiteradamente a la izquierda –a la auténtica, no a la que Krauze considera aceptable y admirable–, a los movimientos populares, a las reinvindicaciones de grupos étnicos y nacionales y muy en particular a las personas que los apoyan. Así, por ejemplo, ese mismo señor que calumnió soezmente a La Jornada –Fernando García Ramírez– escribió que Carmen Aristegui es una servil que ensalza a los que piensan como ella en diversas entrevistas, mientras que muestra una actitud retadora con quienes no están acordes con ella. Pero fue la propia Aristegui la que entrevistó a Krauze con motivo del diferendo con La Jornada, y Carmen le permitió decir lo que quiso y lo trató respetuosamente. En esa misma reseña, García R. llama mentirosa a Denise Dresser, extravagante a Ramón de la Fuente, opina que Rosario Ibarra hace afirmaciones sensibleras, mientras que Carlos Fuentes (contra el cual Krauze escribió un ensayo insultante y de mala fe) las hace delirante. Nada de extraño tiene que ese señor haya arremetido con malas artes contra La Jornada. Pero no es el único en Letras Libres; ahí se encuentra todo un coro de herederos de McCarthy que no cesa de atacar a quienes considera sus adversarios políticos (el escrito de García R. en Letras Libres, febrero de 2010, año XII, no. 134, pp. 81-82). Podría citar más ejemplos al respecto, pero no tengo espacio para ello.

Según Krauze, en La Jornada hay una campaña de odio contra él. ¿De veras? Atengámonos a los hechos. El señor García Ramírez acusó a La Jornada de ser cómplice de una pandilla terrorista del País Vasco. Imaginemos que a alguien se le ocurriera acusar a Krauze de ser cómplice de varios canallescos criminales sobrevivientes de la Guerra Civil Española, dado que Krauze tiene relaciones con el Partido Popular español, donde todavía se encuentran algunos viejos verdugos del pueblo hispano. Con toda razón, Krauze se sentiría sumamente indignado y quizá entablaría un pleito judicial al respecto. Acusar a una persona o grupo de tener vínculos con grupos terroristas tiene consecuencias graves.

Recordemos que en la Unión Soviética se asesinó no a miles, sino a millones de personas acusándolas de ser cómplices de la Gestapo nazi o del imperialismo estadunidense (muchos de los asesinados eran auténticos y probados revolucionarios). En El Salvador, un grupo de energúmenos mató al notable poeta Roque Dalton, acusándolo de ser agente de la Agencia Central de Inteligencia. A finales del siglo pasado, las dictaduras militares de América del Sur victimaron a miles de personas alegando que eran cómplices del comunismo internacional; entre ellas había comunistas, pero también gentes liberales, luchadores por la democracia e incluso anticomunistas enemigos de todo tipo de dictaduras.

No hay tal campaña de odio contra Krauze en La Jornada, pero tampoco Krauze puede esperar que en este diario se le postule para Rey de la simpatía 2011.

Krauze alega que no es derechista y que apoya a la izquierda moderna. Resulta extraño que un simpatizante (?) de la izquierda como él tenga tantos privilegios. A sempiternos luchadores de izquierda como Alberto Híjar o Enrique González Rojo nunca se les invita a la televisión comercial, ni se les apoya para que funden una editorial o dirijan una revista cultural; son muy incómodos. Y como dijo un gran hombre que murió crucificado: por sus hechos los conoceréis.