Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de marzo de 2012 Num: 889

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cinco décadas contra
la ignorancia

Paula Mónaco Felipe entrevista con Manuela Garín Pinillos

Despedirse de Livinus
Roger van de Velde

La farsa
Luis García Montero

Una canción para
la noche nigeriana

Emiliano Becerril Silva

Los 45 de Cien años
de soledad

Luis Rafael Sánchez

Fin de la migración mexicana
Febronio Zataráin

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Una canción para la noche nigeriana

Emiliano Becerril Silva


Fotos: www.jamati.com

Chris Abani publicó, a los dieciséis años, su primer novela, no sabía que sería una especie de profecía literaria. No sabía que la publicación de su libro sobre un golpe de Estado fallido poco tiempo después coincidiría con un verdadero golpe de Estado en su país, Nigeria, cuyo nacimiento, en 1960, había sido justamente seis años antes que el del escritor. Así, sin haber podido imaginárselo, su novela, Masters of the Board, fue el nítido reflejo previo de la realidad, e hizo que Abani se transformara involuntariamente en un “incitador” de dieciséis años. De tal forma que al tiempo que Abani constataba que a veces la literatura puede anticiparse a la vida, veía cómo la vida no sólo también podía reaccionar ante la literatura, sino que podía hacerlo de manera reaccionaria, y fue recluido en una prisión de máxima seguridad. En ese entonces, mientras daba los primeros pasos hacia su encierro carcelario (el primero de los tres que tendría), recorrió un pasillo interminable, caminó por un espacio turbio y vio que la celda del fondo, aparentemente la que le estaba destinada, dejaba salir humo entre los barrotes. No podía saber nada, excepto que tenía que seguir caminando, preguntándose qué sería de él, custodiado por guardias e interrogantes silenciosas. Así, con cierta perplejidad, Abani se acercó a su destino inmediato, su celda, a través de un pasillo compuesto por la alharaca natural del presidio. Al aproximarse corroboró que la extraña nube gris efectivamente emergía de su futuro “aposento”. Entonces pensó que el mundo de la indiferencia judicial de la penitenciaría no haría nada por extinguir ese humo ni apagar ese extraño fuego y, temeroso como lo estaría cualquier adolescente al entrar en una prisión de máxima seguridad, siguió caminando con resignación.

Al llegar a su celda, notoriamente gris y sobrepoblada –aparente morada de un piromaniaco incontenible pero oculto– observó que en ella había veintidós reos, a pesar de estar pensada para alojar a ocho. Y si actualmente Nigeria es el país más poblado de África y el quinto más poblado de los cinco continentes, en ese entonces, hace veintinueve años, en esa celda, era claro cómo las dimensiones poblacionales ya comenzaban a desbordarse. El pasillo se terminó, Abani entró en su celda y descubrió que, a pesar del humo, el incendio era inexistente, y que, más bien, lo que había observado desde el pasillo era producto de la mezcla de su imaginación y el propio pasillo; aunque para él, en el fondo, eso no implicó realmente la ausencia de fuego, ya que al sentir cómo los barrotes se cerraban tras él, la mirada de los demás reos, cuyos ojos encendidos lo estudiaron con la profundidad penetrante del pesado escrutinio tribal, emanaba fuego vivo. De cualquier modo no hubo tiempo para que sucediera nada más, ni nada menos, porque una vez depositado en la celda escuchó desde el fondo un grito impositivo, un seco “¡hey!” que generó la pausa y el silencio de todo mundo. Naturalmente Abani se congeló. Instantes después alzó sutilmente la cara y vio cómo el mundanal humano se movía. “Era como si el Mar Rojo se estuviera abriendo ante mí”, cuenta el escritor. Así, una vez que las aguas de ese mar terminaron de moverse, Abani vio que en el fondo de la celda yacía un hombre sentado, fumando como un chacuaco un enorme cigarro de marihuana. Eso explicaba la existencia del humo previo, claro, pero planteaba una nueva incógnita: el extraño monarca del cigarro, quien, apartándose la dimba de su boca, le preguntó sin tapujos por qué alguien de su edad estaba en una cárcel como ésa. Abani respondió que estaba ahí por haber intentado “escribir la verdad”. Y el soberano del cigarro dijo algo que hasta la fecha ha marcado al escritor: Truth, my friend, is a risky business (“La verdad, amigo mío, es un negocio peligroso.”) Ese personaje era Fela Kuti, el icónico luchador social nigeriano, monumental referencia de la cultura africana que a través del género musical del afrobeat –inventado por él mismo– criticó duramente a las milicias nigerianas y despertó un sentimiento continental de unión social y musical. De tal modo que Abani, a los dieciséis años, no sólo había redactado una especie de premonición libresca sobre un golpe de Estado, sino que estaba por compartir la intimidad cotidiana con Fela Kuti. En esa celda, en las noches de soledad, Kuti tocaba un saxofón cuyo dulce e improrrogable sonido inundaba todas las paredes de la prisión y, por supuesto, las noches del joven Abani, quien tenía el infortunio de estar encarcelado pero la “fortuna” de estarlo con Kuti. Quizás por eso no sorprenda que, hoy día, con un elefante gigante tatuado en el brazo, Abani toque el saxofón, o que sea uno de los autores más reconocidos de Nigeria. Abani ha sido galardonado con el Prince Claus y, en un par de ocasiones, con el Pen. Su escritura está cruzada por una innumerable cantidad de raíces: su búsqueda de la verdad ha logrado ser positivamente heterogénea y ambigua, como la verdad misma. De ahí que haya que celebrar la reciente publicación –de la editorial mexicana Sur Plus–de Canciones para la noche, una de las últimas obras de Abani, en la cual el escritor invoca a un ser perdido que no recuerda cuándo “cayó la noche”, la noche de la guerra y, por supuesto, la guerra de la noche: las pesadillas. Canciones para la noche evoca la historia de un buscador de minas perdidas que tuvo que violar, matar y robar para después huir, para huir de eso mismo, de la guerra, de sí mismo, y para no explotar dentro de sí. El libro es la voz de un buscador de minas a quien le cercenaron las cuerdas vocales para no asustar a sus demás compañeros con los gritos de muerte, pero que, a pesar de todo, canta. Canciones para la noche es la explosión del silencio de un personaje que se encuentra en la fuga; el amanecer poético del insomnio. El vivo recuerdo de las imágenes injustas de la circunstancias de una noche que sólo puede ser trascendida con la escritura. Canciones para la noche es un libro catártico e inevitable que arroja luz sobre el pasado. En palabras de Abani: “La luz del día llega como un óxido que corroe la noche.”