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Alaíde Foppa: 31 años después
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Alaíde FoppaFoto Archivo
A

laide Foppa, de visita en Guatemala, desapareció el 19 de diciembre de 1981, hace 31 años. A partir de ese momento, Alaíde empezó a vivir dentro de nosotros, intensa, dolorosamente. La envolvimos en palabras, en meditaciones, la evocamos, la recreamos, le dimos vuelta una y otra vez, como burros de noria, con la esperanza de que nuestra insistencia la haría materializarse. Ahorita va a abrir la puerta y va a entrar. Sonará el teléfono y oiré su voz.

Todas las mañanas recortamos en los periódicos, sobre todo en el unomásuno lo que se publicaba sobre Alaide, fotos que no conocíamos, y nos enteramos de aspectos de su vida antes ignorados. Sus hijos Mario y Juan Pablo, nacidos en México, habían vuelto a Guatemala y luchaban en el Ejército Guerrillero de los Pobres; Silvia, su hija, también guerrillera se había refugiado en Cuba. El único que permanecía en México era Julio, el hijo que tuvo con el ex presidente de Guatemala Juan José Arévalo, antecesor de Jacobo Arbenz.

A Alaíde, le habían dicho que ya no vivían ni Mario ni Juan Pablo. Además de las manifestaciones en contra del terrible presidente de Guatemala, Romeo Lucas García frente a la embajada y de las marchas en la avenida Juárez, Marta Lamas y otros hicimos todas las antesalas posibles, las de Gobernación, las de la Presidencia y las de Relaciones Exteriores, fuimos y venimos y en esos días de vía crucis recogimos la indignante, la escandalosa información sobre los asesinatos en Guatemala, uno de los peores crímenes del continente latinoamericano. ¡Y si no que lo diga Rigoberta Menchú a quien le quemaron a toda su familia!

En la madrugada, como un rezo, una jaculatoria aparecía en el unomásuno (regalo de unomás uno) un pequeño anuncio: Hoy hace 25 días, Alaíde Foppa desapareció en Guatemala. Hacemos responsable a ese gobierno por su vida. Lo firmaba el Comité Internacional por la vida de Alaíde Foppa. Se fueron ensartando los días, un día más sin Alaíde, un día más sobre un montón de días, un día más como una paletada de tierra sobre una situación atroz, intolerable. Pensé que el día en que el escueto desplegado desapareciera nos habríamos acostumbrado a él como a cualquier otro anuncio, porque tal parece que en América Latina resulta más fácil convivir con la tragedia y la injusticia que con lo libertad. Familiarizarse con la desgracia e integrarla a nuestra vida cotidiana se va haciendo costumbre como nos vamos acostumbrando a los 60 mil muertos de la guerra contra el narcotráfico en este sexenio mexicano.

La desaparición, lo sabemos, es la mejor forma de tortura y la inauguramos en América Latina. Así lo sintetizó Ariel Dorfman en un poema:

Quiero que me respondan con franqueza/ ¿qué época es ésta,/ en qué siglo habitamos,/ cuál es el nombre/ de este país?/ ¿Cómo puede ser,/ eso les pregunto,/ que la alegría de un/ padre,/ que la felicidad de una/ madre,/ consista en saber/ que a su hijo/ lo están/ que lo están torturando?/ ¿Y presumir por lo tanto/ que se encontraba vivo/ cinco meses después,/ que nuestra máxima/ esperanza/ sea averiguar/ el año entrante/ que ocho meses más tarde/ seguían con las torturas/ y puede, podría, pudiera,/ que esté todavía vivo?

Si hay una heroína romántica de América Latina en el siglo XX es Alaíde Foppa, reconocida en México en 1981 por su desaparición en Guatemala. Es tan injusta la historia de las mujeres en nuestro país, es tan eficaz el ninguneo al que se les somete que fue necesario un gran escándalo político para que a Alaíde se le reconociera. Si no desaparece, el nombre de Alaíde sólo estaría ligado a la poeta, la feminista, la crítica de arte, la maestra, la traductora, la madre de familia con dos hijos asesinados. El escándalo de su desaparición, su tortura y su muerte bajo el gobierno de Romeo Lucas García que antes había asesinado a sus dos hijos guerrilleros, Mario y Juan Pablo, la convierten en la heroína del feminismo mexicano.

En México las mujeres que destacan son fácilmente sepultadas. Desaparecida Alaíde, sin lugar sobre la tierra, sin tumba, sin cadáver, sin huesos que el tiempo pueda blanquear, cobra su verdadera estatura por la fuerza del crimen político cometido por el general Romeo Lucas García.

A raíz de su desaparición, la vida de Alaíde es un libro abierto al que puede asomarse cualquiera.

Esposa, madre de cinco hijos, Julio, Juan José Arévalo, Mario, Silvia, Laura y Juan Pablo, hijos de Alfonso Solórzano, militante comunista, perseguido en su país, Guatemala, que tuvo que exiliarse en México para escapar a la muerte, Alaíde escribió: Cinco hijos tengo,/ cinco caminos abiertos,/ cinco juventudes,/ cinco florecimientos, los cinco dedos de mi mano.

A lo largo de mi propia vida, muchas veces he pensado en la actividad desmesurada y sacrificada de Alaíde. Olvidada de sí misma, se entregaba demasiado, hacía demasiado. Sabía que el tiempo no vuelve, que arde y sólo deja un montoncito de cenizas. Muchas veces nos dijo a Marta Lamas y a mí: Quiero esconderme en Tepoztlán y dedicarle unos días a mi poesía. Alaíde derrochaba energía, acumulaba las citas de trabajo y relegaba su propia obra. Tampoco creía mucho en ella. Así lo escribió:

Quisiera decirlo todo/ con unas pocas palabras cotidianas/ y que al decir/ manzana/ vibraran en el aire/ frescos colores/ sabores acidulados/ equilibrios formales/ memorias/ símbolos./ Pero/ ¿hace falta la palabra/ si existe la manzana?

o

“Una poesía/ nació esta mañana/ en el aire claro.

Estaba distraída,/ se me fue de la mano.”

Alaíde se preguntaba a sí misma: ¿Hace falta mi poesía? Apresurada, la ahorcaron las obligaciones. No sabía decir que no. Se preguntaba, sí, cuáles son las cosas que de veras importan, pero de inmediato la saturaban las citas y los compromisos. El tiempo que nos devora a todos la hacía a ella como le daba la gana. El tiempo la angustiaba como consta en su poesía.

Llegué siempre tarde/ y me sigo nutriendo/ de urgente futuro/ de tiempo inexplorado/ de riesgos y esperas,/ como si fuera cierto/ que renacieran los días.

¿Renacen los días para las mujeres? Quizá sí. Alaíde se preparaba para un renacimiento. Después del asesinato de su último hijo Juan Pablo y de la muerte estúpida de un Alfonso Solórzano abstraído, atropellado por un automóvil en la avenida Insurgentes, Alaíde decidió poner el tiempo que a ella le restaba al servicio de la guerrilla guatemalteca. Abandonó la casa de Hortensias en la colonia Florida y repartió sus muebles y sus cuadros. No divulgó sus intenciones, pero nació en ella la inmensa, la honda esperanza de serles útil a los guerrilleros guatemaltecos que la visitaban en su casa. Ella sería su contacto, ella trabajaría para ellos. ¿Quién iba a sospechar de una señora de más de 60 años, bien vestida, prudente, dulce, fina y encantadora?

En un estremecedor Poema de Navidad para Alaíde dice Isabel Fraire que no se dio cuenta que Alaíde era tan hermosa, que en las fotografías que repasa una y otra vez aparece su belleza, hecha de profundidad y de tristeza. También a nosotros, como a Isabel Fraire, se nos borran los rostros en el espejo, también vivimos sin detenernos, sin poner atención. Somos ciegos, sordos, mudos. Cuando alguien se va, nos damos cuenta que lo conocimos a medias, lo escuchamos a medias, lo quisimos a medias y que ahora sí, ¿quién va a responder a nuestras preguntas? Esta hambre comenzó con la desaparición. ¿Por qué no le pregunté? ¿Por qué no la vi con mayor frecuencia? ¿Por qué no permanecí más a su lado? ¿Por qué vivimos siempre a las carreras? Nos quedamos en la otra orilla, llenos de imágenes a las que quisiéramos añadir color, fuerza, completar, que no fueran tan frágiles y perecederas y de golpe tenemos la certeza de que no sabemos nada. Cuando muramos, también morirán estas imágenes interiores. Nosotras las de Fem, Marta, Tununa, Sara, Carmen, Margarita aún retenemos la voz de Alaíde pero nuestros hijos, nuestros nietos la olvidarán más pronto. Significativa, profunda y dulce, la voz de Alaíde recubierta de espíritu como una segunda piel, era inteligente y un poco triste. La bebimos en su programa de radio Foro de la mujer y al oírla supimos que jamás podremos aceptar que un ser fundamentalmente bueno e inocente, fuera, junto a miles de guatemaltecos, asesinado por un régimen fascista: el de Romeo Lucas García.

Alaíde es el símbolo de la lucha de las mujeres latinoamericanas por la libertad, contra la infamia de la desaparición, apenas un pequeño colibrí que las mujeres quichés bordan en su huipil en señal de duelo cuando sus hombres no vuelven de la guerra, de la cacería o son asesinados en un campo de maíz, a traición, para luego aparecer en una zanja calcinados como los 21 campesinos que se atrevieron a tomar, en señal de protesta, la sede de la embajada de España en Guatemala, el jueves 31 de enero de 1980.