Opinión
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¿La Fiesta en Paz?

Antonio Sánchez Porteño, esencia y vigencia del toreo intemporal

El pequeño presidente que se confesó taurino

E

l jueves pasado en el Centro Cultural La Libertad, de Apizaco, Tlaxcala, se llevó a cabo la presentación del libro Puerta Grande, reflejo de las vivencias, memoria, temperamento y pluma del matador de toros acapulqueño Antonio Sánchez Porteño, diestro finísimo que conmoviera a la afición mexicana –y madrileña– en la primera mitad de los años 60.

En la torera portada del libro, la esbelta figura del entonces novillero, enfundado en flamante traje, brinda al público de la Plaza de Las Ventas, en la Feria de San Isidro, antes de iniciar su memorable y aún no superada faena al novillo Ganador del Marqués de Albaida, el domingo 31 de mayo de 1964, y que la afición de Madrid premió con las dos orejas, hazaña que en estos extraviados tiempos de especulación y agandalle se antoja poco menos que imposible.

Cómo sería la faena de Porteño en la capital española, reacia siempre a reconocer a los atrevidos fuereños con otras expresiones del toreo –más si son mexicanos o sudacas– que, en despliegue de torpeza administrativa del apoderado español, tras el relevante triunfo de Antonio fue repetido otras tres ocasiones en el coso venteño, obvio, ya sin la suerte de la tarde de su debut.

Amanoletado de procedimientos y con esbelta y proporcionada figura, Antonio Sánchez poseía todo para llegar a ser un diestro de altos vuelos: valor suficiente, gran variedad capotera, fina muleta y un claro sentido del temple o lo que yo llamo arte de imponer el ritmo interior del torero a la embestida del toro. Sólo que al de Acapulco le faltó un padrino con más fuerza –no conocimientos y afición– que los ganaderos Agustín Chávez y Jesús Cabrera, que lo ayudara a remontar la mentalidad estrecha de las empresas, negadas para ponerse en los zapatos del público y mezquinas para estimular toreros capaces de entusiasmar a aquél.

Al igual que la gran mayoría de los jóvenes mexicanos interesantes o generadores de remunerativo partidarismo, Porteño debió cargar con el absurdo fardo de la deficiente administración taurina, y pudiendo haber sido uno de los diestros que hicieran repuntar el interés por la fiesta de los toros en México en un momento particularmente urgido de nuevos valores con capacidad de convocatoria, la ceguera de los promotores balines de aquí y de allá se encargó, más que de echarlo, de hartarlo, desmotivarlo y aburrirlo. Esta escasez de toreros con capacidad de convocatoria habría de desembocar en el rápido encumbramiento de la trinca infernal con Manolo, Eloy y Curro que, más para mal que para bien, mangonearía en el país las siguientes dos décadas, a costa de un dificultoso flujo de nuevos nombres.

En su edición y contenido, Puerta Grande refleja el alma libérrima, inspirada y gozosa de Porteño, quien exhibe además las desviaciones de la fiesta de toros en México y transcribe un fragmento de lo que el cronista y juez de plaza Juan Pellicer advertía en una de sus Cartas Taurinas, hace 39 años, al escritor Martín Luis Guzmán, director de la influyente revista Tiempo: Estamos irremisiblemente rumbo a la desaparición de las corridas de toros, la fiesta está en decadencia y devaluada porque cada vez se acepta que el toro-toro es un estorbo para realizar el toreo con plasticidad… Pero mejor echarle la culpa a los antitaurinos y no a tantos años de maternalismo de promotores multimillonarios pero ineficaces. ¡Enhorabuena, inolvidable Porteño!

“Es tiempo que los mexicanos retomemos la belleza y sencillez del nombre de nuestra patria; México, un nombre… presente en cada celebración cívica, histórica, deportiva. Un nombre que nos identifica aquí y en todo el mundo y que nos llena de orgullo”, soltó Felipe Calderón con nacionalismo de supermercado, luego de seis largos años de sometimientos diversos, internos y externos, del ensangrentado país que sin rubor dejó.

Aunque el limitado se instale en presidente, no se vuelve inteligente. El corto entendimiento de Calderón para gobernar con sensibilidad y estrategia al país, lo hizo entrometerse en todo y con todos, excepto en la secuestrada fiesta de toros, precisamente por esos intocables multimillonarios a los que cada presidente en turno les debe ya demasiados favores cuando inicia sus funciones. Un día antes de dejar la Presidencia el panista muy orondo confesó: Yo soy taurino, aunque en 2 mil 190 días el calamitoso mandatario no se atreviera a ir a una plaza y, lo peor, no hiciera absolutamente nada por meter en cintura a los autorregulados promotores de una fiesta sin rumbo ni estructura, excepto el amiguismo.