Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El pacto
L

os grandes pactos, ya sabemos, se suscriben cuando en la escena se confrontan fuerzas equilibradas que no tienen posibilidad de vencer por sí mismas pero aceptan que la confrontación sin más es una salida insostenible que no beneficia a nadie. Sin embargo, no basta probar la necesidad de establecer ese piso común para romper con la parálisis, sino que es necesaria la predisposición de los actores a dialogar y ceder, lo cual no siempre acontece, pues éstos suelen medir los resultados obtenidos según les va en la feria (el reparto de posiciones de poder) y no por la necesidad de satisfacer el interés general. Por eso hay de pactos a pactos. Algunos son decisivos, como, por ejemplo, los famosos Pactos de la Moncloa, hoy tan citados como mal recordados, que resultaron claves en la transición a la democracia en España no sólo por sus contenidos concretos (un compromiso obrero patronal, el respeto a las libertades políticas y el reconocimiento de los derechos regionales) sino porque en ellos se expresa, en el momento social y la coyuntura precisa, un compromiso para no poner en predicamento las instituciones políticas ante una situación de emergencia económica que podría aprovecharse para cortar por lo sano las expectativas democráticas que estaban en curso y gracias a los acuerdos resultaron extraordinariamente fortalecidas. La madurez de los actores políticos, así como la no exclusión de las fuerzas más representativas de las oposiciones al viejo régimen, en particular el PC y los sindicatos, fue decisivo para darle al pacto la fuerza de un hecho fundacional.

En esa línea, con respecto al Pacto por México se ha dicho que su primer acierto fue sentar a la mesa a las tres principales fuerzas del país (Reyes Heroles), que tienen representación en las cámaras, aunque el compromiso no se circunscribe a un acuerdo parlamentario y aspira a mucho más. Y es verdad. Es un logro político de Peña Nieto que sin duda le abre nuevas expectativas, aunque aquí no están incluidas las fuerzas que lejos de aceptar el statu quo, rechazan incluso reconocer la legitimidad presidencial y cuyo peso en la sociedad aún es innegable. Otra cosa es si las razones aducidas para no estar son las adecuadas o no, pero el cálculo de que el pacto por sí mismo llevará al aislamiento a sus opositores no tiene asideros, ya que buena parte de los puntos, sobre todo en materia social, también son enarbolados por dichas fuerzas y éstas siempre tendrán algo que decir. Pero aun concediendo que el consenso entre el Presidente, el PRI, el PAN y el PRD (su dirección) abriera una vía navegable a la soñada eficacia presidencial, tema obsesivo de Peña Nieto, lo cierto es que la situación interna de los partidos opositores firmantes hace ver al pacto como un acuerdo cupular y, en definitiva, como un certificado de legitimación más que el trazo de una ruta: las oposiciones reconocen al gobierno y el gobierno reconoce a las oposiciones. Un título más que un instrumento; un símbolo antes que una herramienta de gobierno. No se trata de un pacto que selle una coalición de gobierno al definir prioridades con claridad y compartir responsabilidades políticas con carteras en la administración, según escribió Jesús Silva-Herzog Márquez en Reforma.

En rigor, más allá del entusiasmo ante el consenso interpartidario y descontando las críticas que no creen necesario un análisis concreto de sus posibles implicaciones en la perspectiva nacional, dando por supuesto que la realidad transcurre siempre igual, acomodándose a las verdades ya sabidas, lo cierto es que el pacto ha suscitado numerosas reflexiones que, por lo menos, contradicen el optimismo de sus promotores. Por ejemplo, Denise Dresser dice que se trata, y cito textualmente, de un “pacto de élites más preocupadas por sí mismas que por los ciudadanos a quienes deberían representar. Un pacto que quiere arrebatarle a los intereses atrincherados el poder que han adquirido, pero no para redistribuirlo entre la sociedad. De lo que se trata es de erigir de nuevo al Estado fuerte: generoso pero patrimonialista, dadivoso pero depredador. Un Ogro Filantrópico, pero un ogro al fin” (Reforma, 10/dic/2012). ¿Corresponde esta descripción a la naturaleza del pacto? Es común advertir en los críticos cierta irritación, cuando no un franco desencanto ante lo que, dicho en general, consideran un desperdicio de la oportunidad para el gran cambio prometido por Peña Nieto: las reformas estructurales como prioridad del sexenio. Aunque el texto consensuado por los partidos aleja las formulaciones concretas sobre, digamos, la reforma energética, que es la primera razón de ser del peñanietismo, la verdad es que nada está dicho en este y otros temas punzantes, pues el Presidente ha preferido iniciar su mandato moviendo las fichas políticas, aunque ese juego desconcierte a más de uno. Peña ha entendido a su manera el mensaje de las urnas y sabe que tiene un déficit de credibilidad que puede aumentar si no obtiene pronto resultados. A final de cuentas, él decide los tiempos del pacto, la agenda reformista, pues éste no es programa de un gobierno de coalición, aunque en el papel se reconozca la riqueza y diversidad del pluralismo. Cuando lleguemos a los grandes temas, veremos hasta dónde alcanzan los consensos, es decir, la capacidad de ceder de cada uno de los partidos sin traicionarse a sí mismos.

Pero las críticas sí tocan un asunto central: ¿cómo debiera ser el régimen democrático en las condiciones del México de hoy? Por más que niegue la importancia de los qués para subrayar los dilemas de los cómos sigue vigente, pues es obvio que no hay una propuesta común –que no sea retórica– en torno de los grandes objetivos. La transformación de la sociedad mexicana exige ideas fuerza, delimitación de objetivos racionales, deliberación pública y procedimientos compartidos, pero esos asuntos no están resueltos. Urge revisar la cuestión de la democracia y la inequidad en una perspectiva de reformas constituyentes, no de un simple listado de objetivos más o menos válidos, es decir, de un proyecto nacional renovado. Pero no todos estarán de acuerdo. Sin hablar de restauración, un crítico como Luis F. Aguilar afirma que el pacto podría llevarnos a situaciones de las que quisimos escapar en el pasado, cuando un proyecto nacional único, elaborado y consensuado por un grupo con poder bloqueó críticas, concentró el poder y obligó al alineamiento (Reforma, 12/dic/2012). ¿Es eso lo que realmente está en juego?

Sería interesante saber qué piensa la izquierda, pactista o no, respecto de los caminos a seguir, toda vez que el sueño de una coalición PRI-PAN no se ha desvanecido en el imaginario intelectual y no perderá la ocasión de reafirmarse, con o sin pacto.