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Reflexiones sobre un papado / I

Bajo el signo de Wojtyla

A

lgunos han escrito que Benedicto XVI obró con una enorme valentía al enfrentar una tradición de siglos que obligaba a los ocupantes del trono de Pedro a morir sobre ese mueble. La explícita confesión de debilidad física y espiritual contenida en su renuncia sería, además, una muestra de humildad y de desapego al poder terrenal, y todo muy bien, y así. Qué contraste, dicen, con su antecesor, quien se aferró al cargo hasta el final, por más que fuera manifiesto que no podía más y casi disimulaba el rigor mortis con tal de seguir siendo el mero mero del Vaticano.

–Ratzinger es un cobarde –aducen otros– porque se arruga frente a los enormes problemas del Vaticano y ante la perspectiva de sacrificio personal que impone la condición de pontífice; actúa con irresponsabilidad, deja el barco al garete y prefiere hacer mutis por el foro para administrar lo que le quede de bienestar. Qué contraste, afirman, con su antecesor, quien se aguantó hasta el final, a pesar de los terribles sufrimientos que padecía, y siguió sirviendo con entrega, en humilde imitación de Cristo, quien no se rajó a la hora de hacerse clavar en un madero muy rasposo.

De lo anterior no puede inferirse que Ratzinger haya sido mejor o peor que Wojtyla. Es significativo, en todo caso, que en el papado del primero el segundo está mucho más presente de lo que pudiera pensarse; de hecho, la gestión del alemán ha transcurrido, de principio a fin, bajo la sombra del polaco.

En efecto: tres años después de convertirse en Juan Pablo II, Wojtyla llevó a Roma a Joseph Ratzinger para encargarle la defensa del oficialismo doctrinario y la persecución de los adeptos a la Teología de la Liberación en calidad de prefecto de la Congregación para la Defensa de la Fe. Desde esa dependencia, sucesora de la Inquisición, Ratzinger no sólo se colocó en la línea sucesoria de su jefe, sino que pudo poner dientes a sus animadversiones –hasta entonces, exclusivamente teológicas– contra su ex condiscípulo Hans Küng, crítico del Vaticano, el brasileño Leonardo Boff, defensor de la opción preferencial por los pobres y otras voces discordantes.

Esa persecución, ordenada por Wojtyla y operada por Ratzinger, no era sólo expresión de la ideología reaccionaria que inspiraba a ambos en lo teológico, lo moral y lo político, sino que se inscribía en la alianza entre el papado de Juan Pablo II y la revolución conservadora que encabezaban Margaret Thatcher y Ronald Reagan –precedidos por Augusto Pinochet– en la primera fase de la imposición planetaria del modelo neoliberal.

No estará de más recordar que en los años setenta del siglo pasado el mundo hervía en variados afanes de liberación política, económica, social, espiritual y sexual, los cuales empezaban a verse como luchas convergentes. Simone de Beauvoir fue leída en los círculos marxistas, el sicoanálisis se abrió paso en algunos seminarios sacerdotales, los curas se interesaban en los movimientos de liberación nacional y en las bibliotecas progresistas, tal vez muy a pesar de las posturas de los autores, los postulados de Wilhelm Reich coexistían con los de Marcuse y éstos, con los de Mao y los de Aleksandra Kollontái. Los movimientos sociales amenazaban con escapar de las garras de las burocracias conservadoras y jurásicas, fueran éstas soviéticas o vaticanas, y las herejías y las heterodoxias pululaban en los sistemas cerrados, para los cuales aquel fenómeno obedecía a conjuras del bando enemigo: a ojos de Washington, la mano de los comunistas estaba detrás de toda sublevación, fuera universitaria o guerrillera, en tanto que Moscú veía la firma de la CIA en cada hibridación que implicara una desviación pequeñoburguesa de su marxismo escolástico.

En tal circunstancia, no es extraño que el papado de Wojtyla concibiera una alianza con la revolución conservadora. La obsesión de ésta por acabar con el Imperio del Mal (en referencia, Reagan dixit, al bloque soviético) armonizaba con el tradicional anticomunismo vaticano, atizado por Wojtyla, quien encontró en la alianza una forma de impulsar en la Iglesia una regresión a los tiempos preconciliares (en alusión al Concilio Vaticano II, se entiende) y de suprimir los esfuerzos que había venido desarrollando la oficialidad católica, durante los papados de Juan XXIII y de Pablo VI, por insertarse en la modernidad. Las condiciones eran propicias para ampliar en escala geoestratégica la influencia de Roma (por ejemplo, hacia su nativa Europa oriental), borrar del mapa los compromisos sociales esbozados en el Concilio Vaticano II, cortar de tajo cualquier intento de relajación en la disciplina teológica y de cuestionamiento a la autoridad vertical e infalible del Papa y proceder a la restauración de concepciones medievales en las cuales no existían ciudadanos, sino siervos que debían obediencia absoluta –en lo político, en lo ideológico, en lo religioso, en lo reproductivo– a la autoridad eclesial o monárquica. Es desde esta actitud que el Vaticano reprimió tanto las expresiones de la Teología de la Liberación como los desvíos tradicionalistas de Marcel Lefebvre.

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Ratzinger tenía las estructuras mentales adecuadas para encajar en el plan. Fue hijo de un policía y es razonable suponer que a su paso por las juventudes hitlerianas le metieron en la cabeza una buena cantidad de basura nazi sobre los amores absolutos al orden y la disciplina y los odios totales hacia la disidencia y las actitudes decadentes. Ya como teólogo, su inspiración central era ortodoxa y aun integrista: los Evangelios y los Padres de la Iglesia. Para él, la verdad no es un objetivo del pensamiento sino su punto de partida, lo que remite, necesariamente, al absolutismo de la fe. Si el fin de la Segunda Guerra Mundial lo hubiese pillado detrás de las líneas soviéticas, habría tenido condición para llegar a ideólogo o alto mando de la jerarquía comunista de Alemania oriental. En cierto sentido Wojtyla y Ratzinger eran almas gemelas e hicieron una muy buena mancuerna.

En tre 1978 y 2005 el alto mando de la Iglesia católica borró de su agenda los problemas sociales derivados de la implantación del neoliberalismo y los procesos de democratización, al menos, los que no tenían lugar en Europa del este: Wojtyla se arrogó la facultad de hacer política activa socavando al régimen polaco, pero se la negó a los curas que simpatizaban con el sandinismo nicaragüense; por otra parte, optó por la negación simple o incluso la satanización de la lucha contra el sida y los desarrollos civilizatorios en asuntos de género, identidades y preferencias sexuales; vio como un fenómeno particularmente nocivo la emancipación de las mujeres, a las que no sólo les negó cualquier espacio de poder dentro de la Iglesia sino también el aborto y hasta el divorcio. En cambio, consintió y encubrió los delitos sexuales perpetrados por hombres del clero.

Más allá de procedentes condenas morales, es necesario entender que tras el encubrimiento de agresores sexuales hay una visión arcaica del mundo que considera legítimos el derecho de pernada, el ejercicio de la sexualidad como acto de poder sobre los subordinados y el dominio del cuerpo ajeno por parte de quien posee autoridad: si un cura o un obispo tiene facultades para prohibirle a una mujer que aborte –es decir, que ejerza la soberanía de su cuerpo–, las tendrá también para aliviar su deseo en el organismo de un menor o para reducir a una religiosa a la esclavitud sexual, práctica que en el clero católico está mucho más extendida de lo que pudiera pensarse (O’Donohue, 1994).

En otro sentido, el papado de Juan Pablo II se caracterizó por una severa corrupción administrativa en el interior del Vaticano. Los escándalos del Banco Ambrosiano y de la logia P2 (1982) fueron un terremoto en la vida política italiana, pero la investigación de sus ramificaciones hacia el Palacio de San Pedro y, particularmente, al Instituto para las Obras Religiosas (IOR), encabezado por el arzobispo Paul Marcinkus, fue cortada de tajo por Wojtyla, quien impidió el esclarecimiento de quiebras fraudulentas, lavado de dinero de la mafia traficante de drogas y otros delitos al otorgarle a Marcinkus inmunidad diplomática y protegerlo, así, de las órdenes de arresto que la policía italiana tenía en su contra.

Los problemas fueron borrados de la agenda vaticana pero no por ello desaparecieron del mundo real. Tras el cuarto de siglo del pontificado de Wojtyla, simplemente se agravaron y extendieron, disimulados por el encanto de Juan Pablo II. Cuando Ratzinger estrenó su escritorio pontificio, los encontró apilados allí.

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