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Nosotros ya no somos los mismos

La muerte de Margaret Thatcher

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Margaret Thatcher, durante una supervisión a tropas británicas en marzo de 1981 en Irlanda del NorteFoto Ap
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ifícilmente habrá alguien que no haya visto alguna vez a Margaret Thatcher y ella, que yo recuerde, fue siempre la misma. A los 18 no fue una belleza y, cercana a los 60, cuando la conocí, menos aún. Fina, elegante (vestida carísimo), pero otras hay que, vestidas con mucho más costo, monas se quedaron (monas no de no las graciositas, sino de las de Tarzán).

Su cabello rubio, corto, pero abultado por su cotidiano y profesional crepé (lo usó desde el debut hasta el día de la clausura). Sus ojos gachos eran engañosos, aunque en su favor hay que decir que ella jamás pretendió ser diferente a la que, en su país y en medio mundo, detestaban. Su preferencia en el atuendo eran los llamados estilo sastre, de colores fuertes, y su calzado, zapatillas de medio tacón. Las perlas, en collares y aretes, su joya predilecta. Su vestimenta fue siempre más conservadora aún que su partido. Su nariz prominente en la parte superior le daba una gran fuerza y los finísimos labios denotaban, dicen, su irascibilidad y egoísmo permanentes. (¡Échense ésta, mis cronistas de ¡Hola!).

Margaret Hilda Roberts Thatcher (1925/2013), baronesa de Kesteven, es el prototipo de un Robocop femenino: mitad humana, mitad tecnología robótica. Su padre, Alfred Roberts, fue un comerciante menor, hombre rígido y metodista fanático. Él y su hermana Muriel, fallecida en 2004, fueron sus referentes familiares más importantes. Ególatra, petulante y engreída desde pequeña: a los nueve años ganó un premio. No reconoció a sus pares ni agradeció a sus padres, maestros, jueces. Dijo: No he tenido suerte, me lo merecía. Se afirma (opiniones en favor y en contra) que la misandria es lo opuesto a la misoginia. De serlo, la señora fue campeona olímpica en la materia: Si quieren que se hable de algo, pídanselo a un hombre; si quieren que se haga algo, pídanselo a una mujer. En cuanto se concede a la mujer la igualdad con el hombre, se vuelve superior a él. Diciendo y haciendo: en 1970 el primer ministro Eduard Heath la nombró al frente del Ministerio de Educación y Ciencias. En 1975 ella lo enfrenta y derrota en la elección para presidir el Partido Conservador. Pero a la misoginia tampoco le hizo el feo: Si Eva Perón llegó tan lejos sin ideales, piensen hasta dónde puedo llegar yo, que sí los tengo. Tal vez por eso su vida sentimental no fue muy amplia ni profunda. A su primer pretendiente, Tony Bray, lo definió como un chico de aspecto extraño. Al segundo, un granjero escocés, que mereció su aprobación pero no su entusiasmo, lo casó con su hermana. Del tercero, Robert Henderson, hombre de negocios, cargado de dinero, es del único que se expresa con cierta gentileza. Tenía, infortunadamente, un ligero inconveniente: era 47 años mayor que ella. A la cuarta fue la vencida: Denís, hombre muy atractivo y reservado que tenía una gran cualidad, podía pagar un buen piso en Chelsea. Éste fue el que, vulgarmente, llamaríamos el ganón. Y lo que es la buena suerte: la señora, en su parto inicial (y único), engendró a los gemelos Carol y Mark, lo que de alguna manera le permitió liberar los tiempos de la intimidad para consagrarse, sin distracciones, a las altas responsabilidades del Estado y la Corona. Los afectos y la ternura (ni siquiera en migajas, como cantaba Alberto Cortés) jamás tuvieron cabida en su agitada vida. Su entrega al quehacer político, su pasión por el ejercicio del poder, no fueron nunca una vocación, sino una patología. No fue ella una mujer de principios, sino de fines. Los principios son valores que incitan, son causas, móviles, razones que mueven a la acción, a la lucha, que justifican la rebeldía y aun la violencia, y que sustentan los sueños, las utopías. Pero también acotan y delimitan las formas, los métodos, las estrategias y tácticas para alcanzarlos. Los fines, así sean los más loables y aun exitosos, se degradan, se pervierten cuando para ser alcanzados se vulneran valores esenciales de la persona, los intereses superiores de nuestra y de las demás especies, las normas básicas de civilidad y los derechos de las generaciones por venir, entre ellos, fundamentalmente, la preservación del ámbito sustentable. Pues con motivo del reciente fallecimiento de la señora Tatcher repasé sus intervenciones en Cancún y también sus posiciones sobre muy variados temas, tanto en la Cámara de los Comunes como cuando fue ministra y primera ministra. No hallé jamás expresiones de solidaridad para personas, grupos, causas. Sustentos humanitarios, éticos, para sus decisiones políticas, asideros que, en razón del bien común, justificaran la rudeza innecesaria (dirían los hermanitos Jim y John Harbaugh), de sus políticas internas e internacionales. Su argumento permanente fue siempre la sinrazón de Estado. Los más cercanos colaboradores fueron víctimas de su soberbia e intolerancia: Geoffrey Howe, secretario de Finanzas, dimitió ante su empecinamiento en rechazar la integración europea y la sustitución de la libra esterlina por el euro. Sus razones ante la Cámara de los Comunes fueron tan racionales como escuetas: No, no y no. Luego diría: No me importa lo que digan mis ministros, siempre y cuando hagan lo que les digo.

Alguien podría pensar que sus delirios y obsesiones se originaban en la demencial idea de restaurar la grandeza del viejo imperio británico y dar a Gales, Escocia, a la propia Inglaterra y a Irlanda del Norte una probadita de antiguas glorias. Pero no. Los habitantes de Gran Bretaña e Irlanda no eran para ella lo mismo. Su afán discriminatorio era tanto horizontal como vertical, por eso su política económica fue siempre una crematística bestial que jamás registró la mínima responsabilidad social. Privatización de las industrias estatales y el transporte público, reducción extrema del gasto público, aniquilamiento de las organizaciones sindicales, desempleo generalizado, la extinción del welfare state (nivel mínimo de bienestar y apoyo social a la gente) y el cavernario impuesto municipal llamado poll tax (si no pagas, no votas) fueron las grandes consignas –cumplidas a cabalidad– de su gobierno. Su devoción a la acumulación de capital fue de tal magnitud que, en raro gesto de humor, declaró: Nadie recordaría al buen samaritano si además de buenas obras no hubiera tenido dinero suficiente.

Nunca me ha hecho feliz la muerte de los canallas que se van de este mundo sin pagar sus culpas (a menos que su deceso impida que continúen las desgracias y sufrimientos de otros hombres). La muerte de Thatcher, sin embargo, hizo aflorar mi lado más malvado y deseé: ojalá y pronto se reúna con Reagan y Pinochet y sean forzados a realizar permanentemente un apasionado ménage a trois: pena capital de tres bandas.

Algunos asuntos me producen en el actual momento agudo escozor. El primero de ellos es la decisión de un grupo de diputados, entre ellos Marcos Rosendo Medina, del PRD, de otorgar a Jacobo Zabludovsky la Medalla al Mérito Cívico Eduardo Neri. Cuando Moisés Rivera, cofundador del PRD y muy cercano amigo del ingeniero Cárdenas, y yo, simple recordador de pasados ingratos, conocimos la noticia, pasamos del estupor a la justa y pronta indignación. ¡Qué poca… memoria de legisladores. Alegan que es un reconocimiento a 70 años de experiencia. Experiencia en servir a los intereses más retrógados y antipopulares. Años de experiencia en ser, como la vieja RCA Víctor, la voz del amo. Años de ganarse a pulso diariamente el campeonato de la invectiva, la difamación y la diatriba contra cualquier ciudadano que osaba protestar contra la plutocracia nacional y sus socios mayores. Enemigo sanguinario y encarnizado de todo líder popular o movimiento reivindicador. El 30 de abril los diputados honrarán al enemigo número uno del 2 de octubre que, está claro, ¡sí se olvida! El señor de los ridículos audífonos, que siempre le han impedido oír otras voces que no sean las que le llegan de arriba, hizo un infame y ridículo esfuerzo por empañar la imagen del general Lázaro Cárdenas. Seguramente su faltriquera quedó rebosante, pero los mexicanos comprobamos que, hasta en Liliput, hay tallas menores. Si vale la pena extenderse al respecto más adelante lo haré.

Visité Rectoría y conversé con los ocupantes. Muy doctas voces ya se han expresado, pero la rendija desde donde yo miro las cosas está inédita: soy un antecesor. Durante mi vida universitaria tomé dos veces la Rectoría. Ojalá para el próximo lunes la evolución del problema haga inútil mi cuarto de copas (Les recuerdo que yo prefiero éstas, a las espadas).

Mi larga nómina de limitaciones y defectos no registra la ingratitud. Cierro esta columneta (número 52) expresando infinita gratitud a la Comandanta y su Estado Mayor por haber aguantado ya un año de esta mezcla de Alzheimer y despropósitos.