Opinión
Ver día anteriorMiércoles 22 de mayo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Diagnóstico oficial
L

a anunciada desaceleración de la economía ha sido reconocida de manera oficial. Se rompió, de sopetón, el ambiente triunfal insuflado por medios propios y externos que impregnaba en ámbito cupular de la República. Sin embargo, todavía lanzan, desde las meras alturas públicas, un postrer deseo por un trimestre mejor al que apunta esta baja en la producción de bienes y servicios registrada por el Inegi. Se crecerá, dice Hacienda, a 3.1 por ciento distinto de aquel 3.5 por ciento pronosticado al inicio del priísmo renovado. El contexto externo ha sido señalado como la causa del bajón. Nada se dijo del tardío gasto público y, menos aún, de las nulas inversiones ejecutadas en este corto periodo de la nueva administración federal. El diseño de proyectos viables, al parecer, no han sido catalogados como prioritarios. La atención ha sido puesta en las concertaciones entre partidos y la aprobación de leyes que, desde la perspectiva del oficialismo, cambiarán la faz de la República. Menos aún se ha tenido el tiempo, la capacidad disponible o, lo más importante, el arrojo y la imaginación, para desatar, sin tardanzas ni prudencias innecesarias, aunque sea un solitario proyecto de gran magnitud. De esa clase de aventuras constructivas que pueden detonar el crecimiento a la medida que se desea para esta economía en problemas.

El diagnóstico oficial explicativo del lento crecimiento se ha centrado en la caída de la productividad de la fábrica nacional. Los trabajadores, entonces, son los culpables por su escuálido desempeño. Y, en efecto, eso podrían testificar los indicadores de varios años. Pero esa no es la causa del estancamiento económico. Nada se dijo, por ejemplo, del reparto inequitativo de la riqueza efectivamente producida en esos mismos tiempos escrutados. Pero la medicina prontamente recomendada para responder a la baja productiva es la de siempre: retraer el gasto público para preservar un déficit fiscal aceptable (3 por ciento). Antes que todo se debe cuidar y priorizar la estabilidad macroeconómica, reza versión ya bien conocida. Tampoco se habló, en ese diagnóstico público del ya cruento estancamiento económico, de la nula o escasa inversión para dotar de mejor organicidad a las empresas, intensificar la capacitación del recurso humano o en desarrollar tecnología propia. Todos estos factores cruciales para la mejora productiva.

Los datos que se van revelando, desde las mismas instancias federales, hablan por sí mismos. La acumulación de riqueza en pocas manos sigue su acelerado curso. Los casi 8 billones de pesos depositados en bolsa, son propiedad de .2 por ciento de la población (unas 250 mil cuentas). Esta inmensa cantidad de recursos es cercana a 50 por ciento del PIB nacional controlado por esa rala minoría. Y tan inmensas fortunas personales son, como bien ya se sabe, dedicadas a la especulación, no a proyectos productivos, lo que incide, con peso determinante, en la productividad. Sus rendimientos, conservadoramente digamos de 10 por ciento en promedio, tampoco causan impuestos, se les libera por completo de cualquier gravamen. Si se castigara a tales fortunas con impuesto a las fortunas, como se hace en múltiples países, aunque fuera con una minúscula tasa de 10 por ciento, el fisco se llenaría de billetes y alcanzaría para reconstruir toda la infraestructura del país. Más todavía, el cobro de un incipiente 2 por ciento de impuesto a los rendimientos de esa, llamada inversión en bolsa, podría generar bastante más ingresos fiscales que el solicitado (OCDE) IVA a medicinas y alimentos. Es debido a esta concentración que el índice de desarrollo humano de México apenas alcanza 0.775, bastante inferior al de otras naciones. Índice que cae a 0.463 si se pondera con la desigualdad prevaleciente (ver artículo de José Blanco en La Jornada, 21/5/13, para una comparación más alarmante).

Las reformas aprobadas tiran, además y de manera expresa y consistente, en el corrosivo sentido de la concentración desmesurada. La laboral porque proletarizará más a los trabajadores, castigando sus ingresos y seguridad social. La educativa porque fue diseñada para responder a un diagnóstico poquitero y alejado del real problema que aqueja al país. Una reforma de tal calado no se agota en rescatar la capacidad decisoria del Estado para depositarla en los haberes de la alta burocracia de la SEP, como afirmó, fulgurantemente, doctamente, el secretario Chuayffet, con su tronante acento legaloide. Se trata de incidir en la calidad educativa, proponiendo horizontes asequibles e igualitarios como marca distintiva. Para ello habría que diseñar técnicas propias de enseñanza, construir de manera urgente la infraestructura necesaria porque la actual está en ruinas. La preparación y perfeccionamiento continuo del magisterio deberá ocupar el centro mismo de esa otra reforma que se requiere y no, como ha vendió sucediendo, financiando campañas denostadoras y criminalizantes de los maestros protestatarios que, por lo demás, ya son mayoritarios.

Y qué decir de la lustrosa reforma financiera. ¿Darles más facilidades a los bancos para que sigan engrosando sus majestuosas utilidades? El despojo a los ahorradores (pagando uno o dos por ciento por su dinero) va aparejado con las tasas de usuras para los solicitantes de crédito, sea éste personal (35 por ciento) o para las empresas (6 a 15 por ciento), según el tamaño del peticionario. La reforma de telecomunicaciones se estrenó con una sencilla operación, (sin duda apoyada en algún inciso de ley a modo) descontándole a Televisa por cerca de 3 mil millones de pesos que le adeudaba al fisco. Un noble gesto de generosidad oficial para una empresa que ha prestado indudables servicios al priísmo de nuevo cuño. Aunque, abarcando una más amplia perspectiva, también los prestó al panismo en sus dos etapas para el olvido y, también con ellos, recibió una amplia, grosera e indebida recompensa por sus servicios. Mientras se renueva el optimismo oficial y las promesas de paraísos se inscriben en el reciente Plan Nacional de Desarrollo, allá abajo, en las comunidades alteradas por la precariedad y la violencia, se aloja y crece el resentimiento.