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En los 80 años de la semidiosa
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Periódico La Jornada
Sábado 19 de octubre de 2013, p. a16

En los estantes de novedades discográficas esplende un álbum triple que es un homenaje, una recordación y una presencia: Nina Simone. Deluxe. The Anthology Collection. 24 Bits Digitally Remastered.

El propio título valora la noticia: nuevas dimensiones de excelencia acústica para obras maestras producidas en los teatros, bares, linderos del mundo: las obras musicales de una diosa que encarnó en la niña Eunice Kathlee Waymon y aprendió a tocar el piano muy pequeña, reprobó el examen de admisión al conservatorio de música, de la vergüenza se exilió en Filadelfia, como mesera para enviar dinero en señal de devolución a los benefactores de su pueblo natal, Tyron, gracias a quienes una niña pobre estudió piano y fue candidata a una escuela de colegiaturas caras, pero en la gran ciudad topó con el blues, la vida nocturna, el canto quebrado, la música indómita y se convirtió en Nina Simone, en honor a Simone Signoret y al apodo que ella puso a su primer novio: Nina.

Este álbum triple y masterizado aparece en conmemoración doble: este año hubiera cumplido 80, pero se cumplen 10 de su muerte.

En estos tres cidís, Nina canta, qué digo canta: gime, musita, berrea, grita, engulle, regurgita, besa, hace himnos 42 piezas de arte donde escuchamos su voz ronquísima, su voz quebrada, su voz de cántaro roto, su voz de violín delicado hecho astillas contra el suelo, su voz sollozo de marmota, su voz puñetazo contra la pared, su voz gemido de valquiria, su voz dardo acidulado, su voz antorcha a velocidad del sonido que resulta igual a la velocidad de la tortuga que derrota a Aquiles en su aporía terrible, su voz saeta veloz, su voz carcaj de embrujos y, por qué no, va de nuevo la enésima párafrasis a Villaurrutia: su voz quemadura, su bosque madura, su voz quema, dura.

A la fecha, nadie ha sido capaz de encasillar a la inclasificable, de atar a la inasible, de ubicar a la ubicua. El compartimento estanco del que se sale todo el tiempo la diva: jazz, se borra cuando ella detiene la voz en el vacío, hunde la voz en el estanque, eleva la voz en la hondonada y entonces ya no se puede llamar jazz.

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¿Soul? Bueno, sí, concedamos. Pero en la segunda estrofa ya introdujo un rulito meneadito y juguetón y entramos de lleno al territorio rock, para que enseguida su sonrisa traviesa nos lleve, ante el asombro de los puritanos, al mismísimo pop, que suaviza en su poderosísima capacidad para enardecer baladas tristes y entonces estamos ante una tragedia griega, cuando todo parecía comedia de enredos antes del segundo acto.

¿Blues? Por supuesto que blues. Pero en el tercer riff a la diosa le dio por golpear la palma derecha de su mano contra su muslo y el sonido de la carne, vuelto más dramatúrgico por el efecto mullido de la tela de su vestido, convierte todo en un impresionante gospel y enseguida un matiz exquisito lo vuelve spiritual y ella entonces calla y el mundo entero con ella queda mudo: descrucifica las teclas del piano con el mismo gesto que Michelangelo esculpió en La Pietá, construye una sucesión de acordes brutales del mismo modo como los antiguos egipcios construyeron la Pirámide de Keops, entona una melopea con la boca cerrada, un murmullo de bisontes en medio del bosque, mientras sus largos-recios-duros-negros-bellos-garfios dedos se hunden, se entierran, se preñan, pras pras pras, sobre las teclas bemoles mientras las piezas blancas se estremecen, ateridas, mientras suenan como coros de mamutes en una procesión lenta, una ceremonia que ocurre en el interior de nuestras mentes, nuestros corazones, mientras nuestros oídos se colman de bendiciones.

Señoras y señores, rindamos reverencias a la semidiosa, inclinemos nuestras testas frente a su esplendor, guardemos silencio mientras ella canta y colmemos de aplausos sus entrañas.

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