Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El nudo ciego
E

l jueves y viernes pasados la Academia Mexicana de Economía Política (AMEP) celebró su Coloquio de Otoño, dedicado a revisar y revisitar treinta años de crecimiento desigual e inestable en México, 1980-2012. Revisión que tuvo como propósito contribuir al fortalecimiento y la ampliación de la memoria histórica del país y sus economistas, así como construir un marco de referencia para evaluar las reformas, llamadas estructurales, que el gobierno ha puesto sobre la mesa del Congreso y la opinión pública nacional.

En sus sesiones, la academia dedicó varias horas al examen de la situación energética de México, así como a su posible transformación por medio de las reformas propuestas. Se hizo lo propio con el grueso paquete de reformas financieras y hacendarias, asignaturas ambas que la AMEP ha sometido a su escrutinio en ocasiones anteriores. La primera tanda prestó atención a la formación y despliegue de las ideas dominantes, en un arco que abarca prácticamente todo el siglo XX. Los vericuetos de las políticas económicas adoptadas por los gobiernos posrevolucionarios, de Carranza a la actualidad, se estudiaron en clara confrontación con las ideas y los grupos de pensamiento que, desde el flanco conservador u ortodoxo, buscaron influir y, a final de cuentas, hacerse del poder para corregir el rumbo abierto por el presidente Cárdenas, para poner al país en la dirección de una economía abierta y de mercado, conforme al credo de sus padres fundadores, en especial los ideólogos austriacos Von Hayek y Von Mises, quienes visitaron el país en los años cuarenta e inspiraron la formalización de lo que ya puede llamarse la Escuela Mexicana Neoliberal, que encontró casa y foro en el ITAM para luego alojarse en la Secretaría de Hacienda y el Banco de México, donde estuvieron varios de sus pioneros y fundadores.

El ascenso del pensamiento ortodoxo al poder político tuvo lugar al calor de la revolución neoliberal, la de los ricos, como la llama Carlos Tello, y ahora debe rendir cuentas nada satisfactorias en materia de crecimiento económico, bienestar social y capacidades efectivas para, en efecto, interiorizar en favor del país las ganancias que el comercio exterior le ha provisto. De eso se habló también en la sesión de apertura del coloquio, donde se hizo el inventario de imposibilidades que encara un posible, necesario y deseable cambio de rumbo de la estrategia de desarrollo mexicana.

Poco o nada puede hacerse bajo los candados impuestos por las decisiones centrales de la gran transformación mexicana del fin del siglo XX, a pesar de que a ojos de todos, o casi, la trayectoria seguida haya sido del todo insatisfactoria, el TLCAN haya prácticamente dado de sí, y la situación social siga marcada por una extensa pobreza urbana y rural y una desigualdad alojada desfachatadamente en los núcleos centrales de la economía política mexicana y sus centros principales del ejercicio y reproducción del poder. Más que un cambio de piel, se necesita uno de tejidos y órganos vitales, que parta de nuestros resortes antropológicos y aun sicológicos para darle al escenario donde se escenifica la tragedia social una diversificación real y significativa de sus actores, así como una renovación de fondo de sus formas de interlocución, acuerdo y desacuerdo.

No hay forma de sacarle la vuelta a la política, vehículo principal para imaginar un nuevo curso como el que los ponentes y discutidores del coloquio de la academia sugirieron o abiertamente postularon. La cuestión es que el discurso dominante se ha osificado y vuelto impermeable a los reclamos y alternativas que la propia realidad actual hace emerger. Cómo dotarlo de ductilidad y hacer que las elites tomen nota de la situación de auténtica emergencia que vive el país, es tarea central donde la capacidad y sensibilidad para la persuasión se ponen a prueba.

Para los críticos, no sólo está por delante la formulación y formalización de una estrategia distinta a la vez que creíble a la actual; también está pasar la prueba de ácido que significa la validación de lo logrado y construido a pesar de todo en los años del cambio globalizador, para valorarlo y no incurrir en el gran error de los revolucionarios neoliberales que, enfadados por la tortuosidad de la esencial tarea de reforma institucional, optaron por echar al niño con el agua sucia de la bañera dejando al Estado inerme frente a los poderes de hecho y las voluptuosidades del ciclo económico internacional y, ahora, ante los embates de la anomia criminal y armada que ocupa territorios de poder y geografías económicas valiosas, cuando no vitales.

Nadie o muy pocos se atreven a cuestionar la necesidad de una reforma profunda de la histología nacional. No es eso lo que está en juego. Aunque algunos tontos todavía pretendan trazar la línea divisoria entre modernos y tradicionalistas, lo que nos divide es, más que nada, una discordia poco esclarecida y un litigio cargado de memorias buenas y malas, sobre las fronteras actuales y futuras, necesarias y deseadas, entre lo público y lo privado, lo que nos lleva al de las relaciones entre el mercado y el Estado, entre la economía y la política, entre la democracia y el capitalismo salvaje en que ha devenido la economía mixta exitosa de otros tiempos.

Los alarmantes resultados del más reciente sondeo de Latinbarómetro sobre las democracias latinoamericanas, debieran ponernos sobre aviso de las fallas profundas y sinuosas de nuestro acuerdo primigenio sobre la conveniencia y virtud del régimen democrático. De no corregir, pronto y con calma, sin prisa pero sin pausa, dicho régimen, para dar lugar a una democracia moderna, con un Estado fuerte y ágil, la reforma de las reformas socioeconómicas que puso en el orden del día la crisis actual y el agotamiento del proyecto neoliberal, no tendrá cauce civilizado ni manera de darse mediante el gran convenio y hasta el consenso político del que han presumido los pactistas de hoy.

Un acuerdo en lo fundamental, propuso Mariano Otero de cara a la gran derrota mexicana de la mitad del siglo XIX. Ser nación o no, era el gran desiderátum del momento. Hoy, antes de que los precipitados de siempre nos anuncien la buena nueva de ¡Por fin la anexión!, lo que está por definirse es la voluntad de crecer para emplear; de contribuir para invertir; de compartir para darle a la democracia la sustancia igualitarista sin la cual pronto pierde carácter y luego legitimidad.

Las campanas doblan de nuevo. No es la última llamada, porque todos preferimos pensar que tal cosa no existe; pero doblan por todos nosotros a pesar de la discolería desatada por una minirreforma que creció al calor de la lucha de clases, declarada por los mal educados hijos de Hayek y Friedman, y llevada a los extremos por los hombres de negocios que no merecen el adjetivo de empresarios. Mal momento, nudo ciego. Pero hay que apurar el trago amargo mediante la reflexión acuciosa y responsable, como lo hicieron los académicos y sus invitados en el auditorio Silva Herzog del posgrado de Economía de la UNAM.

Esta nota es, no sobra asumirlo, una pieza amateur de agitación y propaganda.