Opinión
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Por un imperialismo cultural mexicano
E

l debate educativo se ha centrado principalmente en un objetivo abstracto: la calidad educativa. Este objetivo cualitativo (que es fundamental, y con el cual sería difícil no estar de acuerdo) se relaciona a su vez con una meta mucho más inmediata: la preparación de los jóvenes para un mejor desempeño en el mercado laboral. Y esta meta se orienta, a su vez, a otra meta de mediano plazo, que a veces parecería justificarlo todo: la búsqueda de crecimiento económico.

Esta forma de encuadrar la reforma educativa descansa, entonces, en una doble idea: primero, que el crecimiento económico es una condición necesaria para cualquier otra forma de mejoría social, y segundo, que las mejorías sociales que traerá el crecimiento no necesitan formularse demasiado explícitamente a nivel de contenidos educativos, porque el crecimiento ya dará pie a que nazcan solas –así como el agua hace que florezcan los campos, el crecimiento ya traerá sus propias ideas.

El papel de la discusión pública en torno a la educación tendría, entonces, que limitarse a la preocupación por la calidad educativa, entendida como la enseñanza de los lenguajes y elementos fundamentales que necesitarán los jóvenes para poder funcionar de manera flexible y creativa en un mercado laboral cambiante y altamente tecnológico.

No pretendo dedicar estas líneas a discutir los problemas que nos vienen de tener una meta tan vacía de contenido –o tan aparentemente vacía de contenido– como es la del crecimiento como finalidad o justificación última. Salta a la vista que, a diferencia de la categoría de desarrollo, por ejemplo, la categoría de crecimiento carece de finalidad. La idea de desarrollarse lleva implícita una finalidad (desarrollarse respecto de una serie de potencialidades para llegar a la plenitud –el desarrollo humano, por ejemplo). Crecer, en cambio, no tiene fin, ni hay plenitud posible: siempre se puede crecer más. Salta a la vista, además, que la formulación de metas en el terreno de la mejoría social tampoco nace sólo con el simple crecimiento. Por ejemplo, el crecimiento permite que la política pública se dirija a la disminución de la desigualdad (un doble negativo –disminuir y desigualdad), y no a formular una política en términos positivos (proponer la igualdad, por ejemplo).

Pero, como dije, no pretendo dedicarme a discutir nada de eso, sino en vez de eso, sugerir que importa incluir al menos algunos puntos de contenido que suplementen el interés actual por la calidad educativa. No se trata, de ninguna manera, de distraer la atención que bien merece atender la enseñanza de matemáticas, lengua, lógica o computación, sino de agregar una dimensión de contenido específico al programa.

Se trata de lo siguiente:

A lo largo del siglo XX México desarrolló su infraestructura educativa y de investigación a partir de una premisa nacionalista que podríamos llamar defensiva, y que se resume en el lema, algo xenofóbico pero también en parte justificado (ante a la política porfiriana), de México para los mexicanos.

Para conseguir esta meta, la política de investigación se orientó a la definición, mapeo y solución de los grandes problemas nacionales, y los contenidos educativos se orientaron a enseñar a la niñez los contornos de la nación y de lo nacional. Así, los libros de texto se volcaron a difundir imágenes de la geografía, la etnografía y la historia de México: tehuanas vestidas en traje regional, los volcanes, el lago de Pátzcuaro, las pirámides de Chichén o del Tajín, las minas de cobre de Cananea, etcétera.

Todo eso estuvo muy bien. Al menos no interesa demasiado criticarlo. Es toro pasado.

En cambio sí importa percatarse de que la actitud que dio pie a esos contenidos está caduca. Generar una política educativa y de investigación a partir de un nacionalismo defensivo ya no es sostenible: económicamente, México está ya integrado a una región que rebasa sus fronteras, y tiene una proporción importante de su población viviendo fuera del territorio nacional. Hoy, México recibe cotidianamente migrantes, capitales, contenidos culturales que le vienen de afuera, y a su vez exporta migrantes, capitales y contenidos culturales.

En un contexto así, urgiría repensar la premisa central de la educación mexicana. No puede ya justificarse todo el programa de investigación y docencia universitaria a partir de la definición, mapeo y solución de los grandes problemas nacionales, ni tampoco limitar la enseñanza básica de historia, geografía, antropología, etcétera, al mapeo imaginativo de la nación (de su territorio y de sus pueblos).

¿Cómo concebir, entonces, una fórmula educativa que se ajuste a la situación actual? Yo propondría algo así: El mundo visto y entendido desde México. No ya México para los mexicanos, sino el mundo para los mexicanos. Esto implicaría invertir en una visión expansiva, capaz de atraer a gente más allá del territorio. El mundo para los mexicanos puede tener bastantes atractivos afuera de México (incluido para los mexicanos que viven fuera de México).

Específicamente y para empezar, una transformación así implicaría que tendría que haber una inversión muy grande, y a todos los niveles educativos, en la enseñanza de una historia de Estados Unidos (escrita desde México), y de historia de Centroamérica y del Caribe (también escrita desde México). Esas materias tendrían que ocupar un lugar igual de importante que la historia de México en la enseñanza pública, porque la historia del Caribe y de Centroamérica es otra historia de México, y porque no hay país en el mundo que sea más capaz de escribir una historia alternativa de Estados Unidos que México (así como no hay país del mundo más capaz de escribir una historia de Inglaterra que Irlanda, o una historia alternativa de Alemania que Polonia).

México necesita alzar la mirada.