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El musulmán
C

on este término, escrito en alemán en forma singular no se designa a los adherentes del Islam, sino, como explica Jean-Luc Nancy en el prólogo del libro de los médicos polacos Zdzislaw Jan Ryn y Stanislaw Klodzinski, En la frontera entre la vida y la muerte –presentado el pasado 26 de abril en el Museo Casa de León Trotsky–, a los deportados reducidos a un extremo de sobrevivencia suspendida en los límites de la humanidad, y aun de la animalidad, en los campos de concentración nazis. El texto, traducido del alemán por Cecilia Pieck y revisado por Silvia Günther, es probablemente el primer intento de compilación de archivos y fuentes bibliográficas sobre el tema del musulmán, y tiene como propósito mostrar de manera descriptiva la caracterización de este fenómeno, sus causas y condiciones de formación y funcionamiento en la compleja sociedad de los campos de exterminio y, principalmente, describir su estado síquico. Para ello se ocupa especialmente de la descripción de sus propios patrones de comportamiento, de la reacción a sus diversos estímulos externos, así como de los hábitos de ese estrato, ciertamente el más inferior del proletariado de los campos. Y hace acopio de relatos estrujantes de quienes padecieron esa condición o fueron testigos directos de ella, de recuerdos de los ex prisioneros conservados en el archivo del Museo de Auschwitz, de publicaciones científicas, de artículos de médicos que estuvieron cautivos y de datos que los autores obtuvieron de conversaciones y encuestas a los ex prisioneros de los campos de concentración de entonces.

Además del conocimiento de la realidad espeluznante que revela, el libro constituye una advertencia, pues como afirma también Jean-Luc Nancy en el prólogo, “ahí donde la confinación no posee carácter penal –si no es que perfectamente fáctico–, sino una intención destructora (ya sea de las vidas o de los espíritus), están presentes las condiciones de semejante pasaje a los límites”. Y por ello, quizá sin tanto dramatismo, tales situaciones extremas han vuelto a reproducirse, haciendo caso omiso de la llamada que muchos de los ex prisioneros de los campos de concentración han venido urgiendo desde esos mismos lugares de tormento, para que tales aberraciones inhumanas no se repitan. Como personalmente pude atestiguar en 1968, en el campo de Mauthausen. De hecho, el libro al final resume que el musulmanismo fue una ruptura de todo lazo con el entorno. Fundamentalmente fue la muerte social, pues la vida biológica todavía parpadeaba. Ser musulmán era un síntoma de la muerte, pero a pesar de la pérdida de toda esperanza, podía convertirse en una señal de vida. Para los testigos del libro, los musulmanes fueron en efecto la prueba más evidente del objetivo de los campos de concentración, que, en la ideología nazi, fueron fábricas de la muerte, preconcebidas y especialmente construidas. Y el musulmanismo era el fin de la educación del campo, el ideal que el represor buscaba realizar, la agresión patológica extrema que un ser humano le haya podido infligir a otro. Sin embargo, en medio de tal abismo de soledad, sufrimiento y oscuridad despuntaba también entre algunos de los prisioneros la luz de la compasión y de la solidaridad, compartiendo con los más necesitados el escaso alimento que recibían; entrenándose espiritualmente para no sucumbir; haciendo propósitos valientes para no desentenderse de los demás, y organizándose comunitariamente, particularmente las mujeres, para no perder de vista y acudir en socorro de quienes ya estaban al límite de sus fuerzas. Como afirma alguna de ellas, solamente personalidades extraordinarias, heroicas, santas, lograban salvar a una musulmán.

Particularmente aleccionadoras resultan a este respecto las reflexiones de un ex prisionero sobre un ejemplar compañero musulmán, optimista, pero espiritualmente ya devastado, a quien había aconsejado, antes de morir, que cuidara sus fuerzas y trabajara más con los ojos que con las manos. “Las máximas que este buen pedagogo nos inculcó –considera– nos sirven a nosotros los vivos como normas, como fundamento de nuestra identidad y autoeducación. Las palabras de un condenado en el camino hacia la muerte se han ratificado: ‘mientras el ser humano no se abra hacia el odio, permanece invicto’. El ethos de la muerte es igual al ethos de la vida. El amor es más fuerte que el gas zyklon B, el trotil o el átomo. ¡Cuántos musulmanes murieron en las cámaras de gas o en los calabozos del hambre! En cierto sentido, la vida de estos seres humanos torturados continúa. Sus ideas y esperanzas sobreviven en los corazones de la gente. Están presentes ahí donde el ser humano protesta contra la injusticia e intenta vivir humanamente. El anciano que aun en la entrada de la cámara de gas quería hacer reír a un niño llevado en los brazos de su madre es prueba del triunfo sobre el sufrimiento y la muerte” (pp. 179-180). Aunque también después ha habido quien ha reconocido con pena haber perdido en el campo la sensibilidad humana con que había llegado, y de la que alguna vez había estado tan orgulloso. Lo que también implica una valiosa lección positiva, aunque de manera indirecta.

La alimentación insuficiente en calidad y cantidad, la permanente desnutrición y el hambre, así como las condiciones de higiene y de existencia extremadamente inadecuadas, el peligro de los efectos del clima, especialmente el frío y el trabajo inhumano –a menudo absurdo e improductivo–, era lo que conducía biológicamente a estas personas a llegar a convertirse en cadáveres vivos, musulmanes. Morían sobre todo por hambre y diarrea. Síquicamente habían visto también mermadas sus capacidades mentales por trastornos muy ostensibles, sobre todo la percepción, pero igualmente la memoria y la capacidad de pensar.

“A menudo –nos dicen los autores– se dejaban tratar brutalmente, se dejaban golpear y torturar sin oponer la menor resistencia. Estas dolorosas heridas no provocaban en ellos ninguna reacción natural de protección, ni de huida ni de ataque. En este aspecto nos recuerdan un poco a los pacientes con catatonia hipocinética, que pueden ser dejados en cualquier posición incómoda o incluso molesta, congelados durante largo rato, sin ser capaces de ningún movimiento ni gesto decidido”. ¡Nunca más algo así! por parte de quien sea.