Opinión
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Dulces placeres
E

n muchos sentidos resulta un placer visitar la Dulcería de Celaya, el primoroso establecimiento cuya decoración compite con el rococo de muchas de sus golosinas. Se fundó en 1874 y su primer local estuvo ubicado en la que entonces era la calle de Plateros, actualmente Madero, justo a un costado del famoso Café de la Concordia.

Cuando la capital se empezó a preparar para las fiestas del Centenario de la Independencia, el presidente Porfirio Díaz decidió que la ciudad de México tenía que poseer una gran avenida. Ordenó ampliar el que había sido el callejón del Arquillo desde la época en que estaban ahí las casas de Cortés para convertirla en la avenida 5 de Mayo. Para esto fue necesario destruir el hermoso Teatro Nacional que se encontraba al final de la calle en el lado poniente.

Los dueños de la dulcería decidieron aprovechar la ampliación, adquirieron un predio y mandaron construir el bello local que todavía podemos admirar. Conserva la decoración original del siglo XIX, que incluye cristales biselados, grandes espejos con marcos dorados, maderas bellamente labradas, el piso de mosaicos decorados y la garigoleada yesería. A este deleite arquitectónico y ornamental se añade el gastronómico: una rica variedad de dulces y golosinas de diferentes lugares del país. Aquí conviven los de raíces prehispánicas, a base de tuna, pulque y miel, con los que surgieron del mestizaje.

Sabiamente se unieron ingredientes locales con los que vinieron de Europa, Asia y uno que otro del continente africano. Factor decisivo fue el cultivo de la caña que dio el azúcar, apreciada en el Viejo Mundo y rápidamente adoptada en el nuevo. Las especialidades que fueron naciendo en los cocinas mestizas eran con frecuencia acompañamiento de las fiestas importantes, tornándose en si mismas una tradición.

Para garantizar la frescura, la dulcería de Celaya tiene un taller donde se preparan 90 por ciento de las recetas originales. Esto nos permite degustar golosinas recién preparadas de todo el país, entre las que podemos mencionar: picones, duquesas de clara de huevo, camotes, trabucos, palanquetas, pepitorias, bocado real, glorias, trompadas, novias, charamuscas, tortitas de Santa Clara, figuritas de almendra, rosquitas o jamoncillos.

Asimismo, las frutas son fuente inagotable de dulzura, tanto que hicieron a la célebre marquesa Calderón de la Barca, llamarlas postres que cuelgan de los árboles. De esto no hay la menor duda, basta recordar el mamey, mango, zapote, guayaba, tuna, que se disfrutan frescas o cocinadas en alguna de las múltiples formas que ha desarrollado la creatividad popular: en conserva, cristalizadas, ate, jalea o mermelada, varias de ellas especialidad de alguna parte como San Luis Potosí o Querétaro, con sus exquisitas frutas delicadamente cubiertas de fino azúcar, convertida en cristales. Así podríamos llegar al infinito mencionando los dulces de todas las regiones del país. Parte importante de la sobrevivencia de la infinidad de recetas es su estrecha relación con el ritual y la tradición ¿Cómo concebir los Días de Muertos sin las calaveras de dulce, el sabroso pan y la calabaza en tacha? Hay que aclarar que en cada región el pan de muertos tiene su gracia especial, como el de Oaxaca con sus lindas caritas y no podemos olvidar los primorosos alfeñiques que elaboran en esas fechas, entre otros sitios, en Toluca, verdaderas filigranas de azúcar. Son innumerables los sitios que festejan a su santo patrono con una golosina especial, que sólo se hace en esas fechas.

Tras esta reseña de sabrosuras tenemos que ir a comer a un sitio en donde haya postres tradicionales muy dulces. Creo que la Hostería de Santo Domingo, que se ubica en la calle Belisario Domínguez, es el lugar adecuado. Después de saborear su sopa de frijol y la pechuga en nata, les propongo una degustación de postres: capirotada, huevo real, arroz con leche, jericalla, crema atzimba, cabellos de ángel y chongos zamoranos. ¿Se quedaron con algún antojo?