Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 16 de noviembre de 2014 Num: 1028

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Revueltas y Paz:
la confrontación
postergada

Evodio Escalante

Pájaros de barro
Juan Antonio González León

Neoliberalismo,
educación y juventud

Miguel Ángel Adame Cerón

Ayotzinapa
Mariángeles Comesaña

Las normales
de Warisata y
Ayotzinapa: puentes

Boris Miranda

Columnas:
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 


Ilustración de Juan G. Puga

Las normales de Warisata
y Ayotzinapa: puentes

Boris Miranda

La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa fue fundada en 1926 con el objetivo de llevar educación a las poblaciones casi olvidadas de México, con una perspectiva emancipadora, productiva e indígena. Cinco años después, la Normal de Warisata, “la escuela ayllu”, se creó en el altiplano boliviano con similar orientación emancipadora, productiva e indígena.

Ambas experiencias se encontraron por primera vez en 1940, en el Primer Congreso Indigenista Interamericano. Warisata, que ya se había ganado algo de reconocimiento de la comunidad educativa latinoamericana, fue elegida como la primera sede de aquel encuentro. Sin embargo, conflictos de último momento provocaron que el evento se realizara en Michoacán, México. El organizador de y principal impulsor de la cumbre fue el fundador de la Normal de Ayotzinapa, Moisés Sáenz. Allí se presentó y ovacionó la ponencia boliviana que resumía los principios ideológicos y educativos de la “escuela ayllu” del altiplano.

Aquella vez, Lázaro Cárdenas agradeció “muy especialmente” a Bolivia por haber permitido que la realización del Congreso se trasladara a México. La triste verdad, sin embargo, es que en La Paz ya había comenzado el boicot a la educación indígena.

Durante el siglo XX, de la Normal de Ayotzinapa salieron guerrilleros, maestros comunistas, dirigentes campesinos marxistas y no pocos reconocidos luchadores sociales. En la “escuela ayllu” de Warisata se organizó una de las columnas de resistencia de importancia fundamental para la debacle del neoliberalismo boliviano en el nuevo siglo. Ambas escuelas saben de masacres y desapariciones. Ambas saben de ataques desde sus propios Estados y gobiernos. Ambas fueron y son cuna de guerreros.

Casi setenta y cinco años después del abrazo de Michoacán, un nuevo puente de lucha y resistencia surge entre estas golpeadas experiencias de educación para la liberación. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa por parte del Estado mexicano convocó a sus pares de Warisata y, como en aquel encuentro de 1940, los unificó y encontró como parte de un mismo proyecto que no deja de insistir con ese viejo sueño de emancipación y descolonización.

“Con vida se los llevaron, con vida los queremos”, se grita en La Paz, al igual que en Buenos Aires o en el Distrito Federal. No confundirse: suena como una de nuestras históricas consignas reclamando justicia para los desaparecidos durante las dictaduras militares, pero no. El reclamo esta vez es por los 43 de Guerrero. La herida de Ayotzinapa lastima a toda Latinoamérica. Nos muestra de la manera más violenta que el pasado no está tan lejos como creíamos. Que la noche sigue ahí, a la espera de una nueva oportunidad.

Ahora, como antes, no podemos perder de vista que el responsable fue el Estado. Fue un crimen de Estado y los responsables tienen nombre y apellido. Y como con los delitos de lesa humanidad que cometieron los militares, no nos cansaremos de reclamar justicia y castigo para los culpables. La lucha contra la impunidad y el olvido es inseparable de nuestras tradiciones. Desde México hasta Argentina. No olvidamos, no perdonamos.

“No fue el narco, fue el Estado”, se repite con vehemencia y con razón. Si antes fue “el comunismo internacional” y “los subversivos”, ahora la guerra contra el crimen organizado y el narcotráfico sirven para consolidar un esquema de criminalización de nuestras sociedades. Sin embargo, los verdaderos delincuentes y asesinos no se encuentran en una escuela normal o en la Federación de Campesinos en Guerrero. Ellos están bien incrustados en los engranajes del poder y la institucionalidad. Operan a través de políticos corruptos y emisarios en las casas de gobierno. Entre policías comprados y militares que son parte del “negocio”. Con informantes oportunos y legisladores funcionales. Los nexos del exalcalde de Iguala y su esposa con algunos cárteles mexicanos sólo confirman el modelo. Estas organizaciones están cada día más especializadas y su modelo de negocio más segmentado. Las economías del narco, la trata, el sicariato, el tráfico de personas y órganos, el secuestro selectivo y el lavado de dinero están articuladas en circuitos y corredores que cruzan todo el continente.

Por México pasa la cocaína que se cristalizó en Bolivia o en Colombia y que antes fue convertida en pasta base en Perú. Allí operan los tratantes y traficantes de personas que reclutan y secuestran con ayuda de las pandillas de Centroamérica. También circulan las armas que se compran y venden en contubernio con policías y los “comandos” de Brasil, en un negocio bien montado desde Estados Unidos donde participan bolivianos. Las bandas ultravioletas como la que operó en Guerrero se multiplican en toda la región. Ya desembarcaron en El Salvador y Honduras al igual que en Brasil y Colombia. La narcopolítica cruza nuestros países y hoy es tan visible en Iguala como en Paraguay. Ahora México nos duele y nos debería doler más porque su tormento está mucho más cerca de lo que imaginamos. Claro que nos incumbe. Las decenas de miles de desaparecidos y los miles de muertos en esta década también son parte de nuestra realidad.

El 19 de septiembre de 2003, para justificar la masacre y la toma de la Normal de Warisata, un expresidente boliviano delirante emitió una orden en la que instruía a los militares el uso de la fuerza necesaria, “habiéndose constatado la grave agresión de un foco guerrillero”. Misma lógica, casi mismos métodos. Criminalizar, mentir, disparar, desaparecer.

No estamos tan lejos y el pasado no quedó tan atrás. Ayotzinapa nos recuerda la historia del continente y no debemos desentendernos jamás de ella. Sus heridas son las nuestras. Compartimos puentes hace décadas. Incluso antes del abrazo de Michoacán.

En aquel pletórico 2003, en el funeral de los normalistas de la "escuela ayllu" fue donde las veinte provincias de La Paz juraron no parar hasta lograr la renuncia del gobernante masacrador. Lo lograron después de setenta caídos y centenares de heridos graves. Así terminó la pesadilla. Nuestros muertos, los de acá y los de allá, fueron y serán la semilla.