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El otro José Revueltas
U

no de los más hermosos libros de correspondencia amorosa es, para mí y sin duda alguna, Cartas a Mariate de José Revueltas.

El autor de estas cartas luminosas no tiene nada que ver con el hombre salido de las tinieblas y las novelas donde se aparenta a Dostoievski. Lejos de sus excursiones en los sentimientos más viles, pulsaciones de tortura y muerte de asesinos deleznables. De su fascinación por el espíritu del mal. Me atrevería a decir: su embeleso por la desesperanza de seres olvidados, cuando, durante arrebatos místicos, surgen las visiones que no dejarían de atormentarlo a lo largo de su vida y de su obra.

Sin embargo, Pepe, como lo llamaban familiarmente quienes se pretendían amigos de este solitario, era un hombre insolentemente jovial. Despojado de sus vestimentas de guía político y espiritual, ropas que lo apretaban, asfixiándolo encerrado en un papel, el del poder, que le repugnaba, Revueltas creía, al fin, ser él mismo cuando encandilaba con sus cuentos a los compañeros de sus borracheras. Tal vez no era él, como no lo era cuando representaba al pontífice de una nueva izquierda. Era otro, en todo caso. Ni Jekyll, ni Mister Hyde. Simplemente otro, un hombre ebrio de júbilo y de alcohol.

Beda el venerable compara la vida humana al vuelo de una alondra en un recinto cerrado, palabras con que Salvador Elizondo comienza su Autobiografía. A Revueltas le crecían alas y volaba en ese cuarto llenos de humo y olores de noches en vela. A veces, era el murciélago que escapaba de la botella de Bacardí abandonado el sello a su suerte. En ocasiones, era Lucifer, el más bello de los ángeles, rebelde sin causa, insumiso, confinado a los infiernos donde establecía su reino y nombraba ministros a diestra y siniestra en ese cuarto al mismo tiempo sórdido y lujoso. Era también el arcángel San Miguel dando el golpe de gracia con su lanza al dragón del mal. El pequeño cuerpo, tan frágil en apariencia, de Revueltas aleteaba a nuestro gusto. El primero en reír era él. Reía de él, de nosotros, carcajeándose, inocente, puro, del mundo que comenzaba más allá de las ventanas cerradas del cuarto donde, encerrado con unos cuantos amigos de parranda, todo era posible. Sobre todo, lo imposible.

Encerronas donde no pasaba el tiempo, ¿no se trataba de olvidarlo y borrar sus ultrajes, esos agravios con que va usando y devastando cada vida? Cuando a alguno de los presentes, acaso de tanta dicha ahí encerrado y por puro miedo de verse obligado a salir, le caía la tristeza, metiéndosele en el cuerpo hasta la médula de los huesos, José Revueltas le proponía, entonces, suicidarse, puesto que no había remedio pues todo era ya irremediable. El desaventurado lo veía como se mira a un juez y a un verdugo. Pero, con una convincente seriedad que hacía imposible la duda, Pepe le decía que no iba a dejarlo solo, que se suicidaría con él. Cuando un incrédulo desconfió de esta promesa, Revueltas llegó con él hasta el borde de la azotea del edificio. Una breve discusión frente al vacío bastó al deprimido escéptico para creer en la palabra de José y en las dichas de la vida.

La lectura de las Cartas a Mariate me hizo comprender que no había sólo dos José Revueltas. Existía, al menos, un tercero. Un hombre luminoso como un día con un cielo sin nubes, transparente como el cristal, refulgente como un diamante.

Curiosa, visité a Mariate algunas tardes. Si los 25 años de vida con Revueltas dejaron huellas en su rostro, eran luminosas. Mariate se sabía amada, por siempre. Una mujer que se sabe amada es invencible porque es reina.

Dicen que cuando se ama a alguien, se ama todo del otro. Por eso me pregunto, riéndome, si de veras quise a José porque, ¿sabes?, no soportaba su olor. Transpiraba alcohol rancio cuando bebía, café agrio cuando permanecía sobrio e ingurgitaba litros para trabajar en sus escritos.

“Y, ¿sabes?, agregó con voz muy queda, extraño esos olores.

¿No es ésa la tradición del amor cortés en Occidente?

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