Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 11 de enero de 2015 Num: 1036

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Quién si no las moscas pueden mostrarnos
el camino

Carmen Nozal

En capilla
Agustín Ramos

Vicente Leñero la exploración fecundante
Miguel Ángel Quemain

El acto de fe de
Vicente Leñero

Estela Leñero Franco

Vicente Leñero: lecciones
de periodismo narrativo

Gustavo Ogarrio

Columnas:
Galería
Alessandra Galimberti
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Alessandra Galimberti

El dolor del anima dannata

1619: Anima Dannata veía la luz de las manos del escultor Gian Lorenzo Bernini. Unas manos, las suyas, las del artista, sin lugar a duda mágicas, prodigiosas, unas manos poderosas; unas manos que adorarían a quién sabe qué dichoso cuerpo amado, unas manos capaces de labrar en piedra, apresándolo, sellándolo, heredándonoslo, todo, todo el sufrimiento humano, en un busto de tan sólo 40×29×25 centímetros. Suficiente. No hace falta ni un milímetro más.

Quién sabe dónde esculpió la pieza, en qué taller, en qué recóndito rincón de aquella Roma del siglo XVII que florecía con esplendor en sus escenificaciones arquitectónicas bajo la batuta del poder eclesiástico y vaivén de los reyes. Ese mismo año nacía la compositora y cantatrice Barbara Strozzi. Tal vez sus sonetos “lagrime mie, à che vi trattenete, perchè non isfogate il fier’ dolore, chi mi toglie’l respiro e opprime il core?” la precedieron y se propagaron como pólvora o como aroma de café por el río Tíber hasta llegar a los oídos, boca y olfato del joven Bernini mientras hacía frente a la piedra en bruto.

Pero no, no es posible. Y no tanto por el desajuste cronológico, sino porque la escultura de Bernini representa, por encargo del monseñor español Pedro de Foix Montoya, la visión del hombre (que no de la mujer, siempre beatificada) ante el infierno. Y el infierno es diferente, muy diferente, al mal di cuore, si no fuera porque, al igual que él, no se encuentra en el más allá, sino en el más acá, de este lado, del lado de los vivos, de los condenados o de los muertos una y otra vez en vida…


Ilustración de krio0ut

Entonces… ¿qué ven, qué veían esos ojos desorbitados, esos ojos de incredulidad, de horror, de terror?; ¿qué escupe, qué escupía esa boca?; ¿qué grito, qué aullido, qué chillido sale, salía junto a una lengua descontrolada?. ¿Qué tormento se arremolinaba en la cabellera descompuesta, despeinada y en cada una de las venas de ese cuello tan tenso, tan terso que pareciera que en cualquier instante se desengancha, se quiebra, se despedaza, si no fuera  porque efectivamente es una escultura, una escultura sólida, pequeña, pero finalmente sólida, de mármol, de mármol blanco, de ese mismo que ya desde entonces, en ese primor y primer barroco, extraían de las exuberantes y sugerentes faldas de Carrara?

Tal vez se asomó al dolor de las guerras, aquellas guerras por la supremacía de los credos. La guerra de treinta años o treinta siglos  Las guerras de ayer y las de hoy, por el agua, por el crudo, por las tierras, por el viento, por el beso, por el grito de Inocencio X, por el coltan o el tantalio. Tal vez divisó a David frente a Goliat, a Michael Brown –18 años, negro, sin empleo– tiroteado desde hace siglos también por Darren Wilson –blanco, policía, con pistola–, a la esclava sexual tatuada de la calle Montera, a la señora Carmen –85 años, Vallecas– desahuciada de su casa, a los migrantes que día a día quedan crucificados en las púas de la valla de Melilla, a los normalistas  que son desaparecidos en Iguala, lo que es igual a los indígenas despojados de sus tierras en el sur mexicano para que nosotros, aquí, en Madrid, podamos transcurrir las tardes de lluvia en nuestro salón al calor del gas fenosa, endesa o cualquiera de ésas y lamentar frente al televisor la muerte de la duquesa, la condesa o cualquier alteza.

Precisamente, aquí, en Madrid, se halla ahora/todavía –trescientos noventa y cinco años después de su creación– el Anima Dannata de Bernini; se encuentra en una sala cuadrangular, de paredes rojas, en la planta primera del Museo del Prado, lugar predilecto de los paseos dominicales del difunto Bacon. Es impactante. Aun así, yo –quién soy yo– la hubiera preferido sola; la hubiera colocado sola en la sala, entre cuatro paredes desnudas, porque en la soledad retumban mejor los sentimientos, hacen eco, y se escucha mejor el latido de los corazones. Sola en el centro de la sala para sentir el lento desgarro del alma cuando se desprende del cuerpo e inicia, condenada y doliente, su deambular errante; sola en la sala para permitir, a la par que su contemplación, la confrontación con nuestra memoria, con nuestros pendientes, con nuestros dolores o deudas todavía latentes.