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Andanzas

Muere una estrella

E

l 2 de mayo pasado, una estrella refulgente del ballet del siglo XX murió en la ciudad de Munich, Alemania, a la edad de 89 años.

Pena profunda me causa el deceso de la incomparable Maya Plisétskaya, a quien tuve la fortuna de ver en vivo en el Palacio de los Deportes en 1961, en París, con el Ballet Ruso del gran teatro Bolshoi de Moscú, donde también bailaba el debutante Rudolf Nureyev en su primera gira al extranjero. Aquella función apoteósica nunca se me olvidaría, pues me proporcionó la medida exacta de la grandeza del buen arte de bailar el ballet clásico, como se llama a esta danza de puntitas, con su rígida estructura que solamente magnifican quienes llevan la danza y su pasión en el corazón y en su inmensa estructura codificada.

Sabía por libros y películas de Ulánova, Maxímova y otras maravillas, pero ver bailar a esta mujer extraordinaria, simplemente nos transformó. Era el milagro del talento, la técnica y la sensibilidad del arte de ballet en algo verdaderamente grato, impactante y vivificante para el espíritu, ansioso de ver el milagro del arte en la danza, pues, luego de haber crecido y estudiando en aquella corriente de moda en mi lejana infancia, donde el ballet era como mariposas muertas, muñecos de cuerda, falso narcisismo y hasta vacío, bonito y hasta ridículo, según algunos de mis maestros y bailarines intoxicados por la Modern Dance de aquellos tiempos, que afortunadamente me hicieron comprender otra realidad en la danza.

Maya era una bailarina de talento dramático nato, así como poseedora de una sensibilidad línea y tempo, en el espacio material y musical, de finísimas exquisiteces del movimiento viviente en el arte de ballare.

Sin duda alguna, en las páginas de la historia, luego de la aportación de maestros y bailarines franceses e italianos desde los tiempos de la Rusia zarista y el surgimiento maravilloso de bailarines como Nijinsky, Pávlova, Spetzitzeva, etcétera, surgidos de aquella corriente imperial de la Escuela Rusa, no pocas han sido las figuras que nos llegan a través del tiempo por su fama y gloria pero, sobre todo, por la tecnología que los rusos lograron estructurar en el movimiento del cuerpo humano, donde artes y culturas se mezclan y producen cosas maravillosas.

Sin embargo, entre miles de bailarines que han pasado por la mencionada escuela, no todos han logrado ese brillo divino del genio, la medida exacta del conocimiento y el milagro. Y Maya fue una de ellas, a quien por suerte me tocó ver y sentir. Ahí aprendí en segundos el clímax del arte, el tono, la medida precisa de algo que se presiente, pero no se sabe qué es hasta que lo ve, lo sabe y lo comprende.

Es preciso recordar el braceo, los brazos de Plisétskaya, su fuerza y suavidad fundidos en el viento, convirtiéndose en cisne viviente, humana y palpitante, muriendo pleno de vida y belleza en una muerte suave, profundamente triste. Es la muerte de toda la belleza muriendo por nada, del amor, de pena tal vez, pero separándose irremediablemente de este necio mundo demasiado rudo para el espíritu dotado de un ser extraordinario. Los brazos, el braceo de esta inolvidable bailarina, su pasión en el Bolero de Ravel, de Béjart; su amor en Espartaco, y su provocativa sensualidad en la Carmen, del cubano Alberto Alonso, amén de todo el repertorio que desde muy joven dominó aun sin graduarse en la escuela de ballet de Moscú, son apenas señas de la grandeza de una artista.

Difícil guardar la danza, ella vuela, se va, desaparece recién nacida. Tal vez puede apreciarse en fotos, película o video, pero esa vida palpitante en movimiento huye para siempre. Es una especie de hada o diosa que da, entrega el elixir de la vida humana y desaparece, ya se encarga la música, la pintura, literatura escultura etcétera, de guardar el secreto y tenerlo siempre a la mano. La danza no.

Cuando una gran figura muere sólo queda el aroma. Un sonido grandioso de otro mundo, platillos y trompetas de realeza y magnificencia extrema de la esencia humana; palabras y recuerdos, y emociones; pero ya no está, ya no es ese prodigio creativo viviente que sólo conoce la danza, habitando un cuerpo humano tocado por los dioses en su brevísimo lapso de existencia para desaparecer para siempre en el vértigo de la vida.

Maya ha muerto, se une a su amado compañero de vida, el talentoso y amado director de orquesta Rodión Schedrin, muerto en 2009, y sin duda están en el éter, en la gloria o el paraíso que usted quiera; están bien, la hicieron bien. Pongo mi mano en el corazón y bajo mi cabeza con enorme tristeza mientras pienso que tal vez mucha gente nunca debería morir, aquellos grandes seres humanos, porque nos ayudan, nos enseñan a vivir.

Descansa en paz y la gloria, Mayushka, descansa… Maya Plisétskaya.