Opinión
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Blues del largo plazo
E

ntrampados y sin salida, pero sin Jack Nicholson que nos alegre el tránsito. Largos, demasiados años de recesión y pérdidas de empleo en Europa y en Estados Unidos han definido un panorama sombrío y han servido de caldo de cultivo para las peores iniciativas políticas imaginables: racistas, discriminatorias, aislacionistas y de odio. A eso le llaman ahora populismo que los medios convierten en el enemigo principal, sin respeto alguno por el detalle, el origen, de esas movilizaciones. Al generalizar sin mediación alguna, los cruzados del anti populismo pueden llevar a grandes equívocos en el trazado del urgente mapa político para salir del embrollo.

No en balde se habla de post democracia (Colin Crouch) o de una profunda crisis del capitalismo democrático (Streek) que podría devenir en una larga y difícil, obscura transición hacia quién sabe donde. El espectro de una regresión estructural, civilizatoria, se cultiva a diario, y no son pocos los que buscan en los archivos empolvados las imágenes de un medioevo que la humanidad presuntuosa tendría que cursar de nuevo.

La acumulación portentosa de capacidades, innovaciones, aprendizajes y fuerzas productivas de todo tipo, no contrarresta estas perspectivas. Entre otras razones, porque no se ve la manera de empezar a dibujar un trayecto esperanzador portador de combinaciones asequibles, realistas, para lidiar con los fantasmas y nubes negras que se ciernen sobre el planeta: cambio climático; no sólo desempleo, sino quema de plazas; antipolítica que, queriéndolo o no, se vuelve antidemocracia; hasta llegar a Trump y los renacidos rinocerontes en el Cono Sur, encabezados, como ocurrió en los 60 y 70, por los gorilas brasileños que no necesitan ya vestirse de militares.

Tiempo de canallas, llamó Lilian Helman aquellos años de macartismo en Estados Unidos que aplastaron a algunos de los mejores y más brillantes, y enaltecieron a los ruines y logreros, que hasta la presidencia de su país conquistaron años después. No es este un tiempo tal, pero podría ser peor por las potencialidades destructivas y de dominio que la tecnología ha provisto a los poderosos y al Estado que ha dejado de ser el problema, como dijeran Reagan y Thatcher, para tornarse en proyecto de incontrolable y destructivo Gólem.

Con excepción de Estados Unidos, ¿la excepcionalidad americana, de nuevo?, lo que priva en el mundo avanzado es una especie de prestreno de un estancamiento secular cargado de ominosas proyecciones. Es como haber puesto a Keynes de cabeza para postular que es en el corto plazo donde estamos muertos.

Aquí, dentro de la trayectoria más que mediocre del desempeño económico y de la democracia representativa inaugurada a fin de siglo, hemos empezado a vivir nuevas ediciones de estos ominosos escenarios, configurados por la crisis global, sin contar con mecanismos de absorción y modulación de sus impactos más perniciosos. Presa de una debilidad fiscal casi inverosímil, el Estado no encuentra más salida que parar la nave, mandar a reversa y achicar sus carcomidas potencialidades.

El triste caso del proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2017 es emblemático de esta nueva serie de terror que alguna vez nuestro querido Fernando Fajnzylver llamara la jibarización del Estado. Sus implicaciones son conocidas y han sido estudiadas a fondo, tanto dentro como fuera del país, por académicos, comunidades epistémicas y organizaciones internacionales. Nadie ha podido sostener que mediante la modalidad de austeridad propuesta por Hacienda, en mala copia de las vetustas recetas del FMI, el país vaya a recuperar sus dinámicas económicas o realizar la reforma del Estado y el poder que la rehabilitación de la democracia reclama.

Para superar la postración económica y política que hoy nos embarga, se requiere mucho más que los pactos de opereta con que arrancó este gobierno y arriesgarse a afrontar nuevas transiciones: en la inversión, que quiere decir creación de futuro, y en la democracia, que debe querer decir creación y expansión de ciudadanía, deliberación como forma de gobierno, inclusión como base ineludible de un pacto social que comprometa a todos.

Con más población, por fortuna todavía predominantemente juvenil, el sacrificio de programas y proyectos ligados a la educación, la capacitación, la salud, la ciencia y la tecnología, la protección de los débiles y vulnerables, no puede sino cercenar el largo plazo y aplastar las visiones que pudieran surgir del reconocimiento de la gravedad de la circunstancia que configura la post crisis actual. Para países como México, aguzar la mirada y la imaginación para inventar una larga duración y asegurar su progresiva concreción es indispensable, pero no es así como lo entienden los ultras del momento aferrados a una idea de estabilidad que no es realista ni constructiva; es subversiva, por destructiva y contraria a aspiraciones y valores que todavía podemos ambicionar a compartir. Y por el daño que le va a infligir a la de por sí precaria red de instituciones con que contamos.