Política
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Vidas moleculares
L

os orígenes de la familia moderna –ese enigmático orden monográfico y civil dedicado al cuidado de los hijos– son mucho más recientes de lo que se podría pensar. La mayoría de los historiadores sitúan sus primeros trazos hacia fines del siglo XVI, en el protestantismo tardío que siguió a la tradición calvinista, tanto en Inglaterra como en Suiza y los Países Bajos. Los acompaña precisamente la noción de puritanismo.

La idea de la familia, en cambio, es tan antigua como las Escrituras o los textos de Aristóteles. Fue acaso en Roma donde adquirió su distintivo carácter patriarcal: el pater familias romano contaba con el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de los hijos (vitae necisque potestas), “un poder –escribiría Cicerón– más vasto que el del propio César”. Un poder estrictamente exclusivo: sólo un ciudadano romano podía devenir pater familias. Lo peculiar del término es que ahí donde aparece, ya sea en el mundo helénico, en la tradición latina o en el imaginario moderno, la noción de familia emerge invariablemente ligada a la de Estado. Como si se tratara de dos esferas, en cuyo centro una sustenta recíprocamente a la otra, al igual que en los vasos comunicantes. Hegel escribiría alguna vez que convertido en el deseo abstracto de todos (la familia) es la realidad esencial del Estado. Y tal vez tenía razón, pues qué otra cosa es la realidad si no aquello que está inscrito en las fuerzas oscuras del deseo.

De todas las extrañas ideas producidas por la modernidad, la versión calvinista de la familia fue probablemente la que se divulgó con mayor rapidez, intensidad y amplitud en las más disímbolas sociedades y culturas del planeta. En las constituciones liberales del siglo XIX adquiere el estatuto del sostén de la sociedad, y en el mundo y la furia conservadora del siglo XX, la razón de ser de la vida.

Y es esa la furia, la que hoy –una vez más– ha empezado a multiplicarse en nuestras ciudades. La propuesta de ley que legaliza el matrimonio entre iguales ha dado un golpe en el centro del panal del conservadurismo actual y con ello ha lanzado a sus principales sostenes (la jerarquía eclesiástica mexicana, que no la del Vaticano, y las organizaciones que hoy se llaman laicas, Opus Dei, Legionarios de Cristo, etcétera) a la vía de la movilización. En su conjunto, el mundo católico está visiblemente dividido al respecto. Hoy existe un notable catolicismo de izquierda.

Hay un hecho que hoy forma parte del sentido común de nuestros días: esa versión de la familia que surgió entre el siglo XIX y el XX, patriarcal, unívoca, heterosexual, y del que hasta que la muerte los separe, se encuentra en crisis. Una crisis acaso irreversible. Tal vez lo único que queda de ella es el deseo abstracto de que Hegel habló alguna vez. Pero sólo eso: sus realidades se han pulverizado. Basta con echar un vistazo a las estadísticas de divorcios, madres solteras, abandonos y renuncias silenciosas –que en su conjunto ya cubren la mayor parte de su demografía– para percatarse de ello.

Pero la gente sigue organizando sus vidas moleculares de mil y una maneras. Los remedios contra la soledad son magníficos e inesperados: en efecto, uniones entre iguales (que son las menos, aunque en este momento simbólicamente centrales), o bien reconfigurando los más impredecibles encuentros con seres cercanos nuevos o antiguos, o restableciendo la convivencia con familiares nunca calculados; siempre lazos inesperados por el destino. Nadie ha escrito una sociología de las nuevas comunidades de convivencia que la modernidad tardía ha propiciado. Sin duda, su tipología debe ser complejísima. Lo esencial en términos jurídicos, esa otra parte del deseo abstracto: vínculos de responsabilidad fincados en el no matrimonio.

Y es esta realidad, a la que la ley de sociedades de convivencia emanada de la Asamblea de la Ciudad de México hace ya casi 10 años, quiso responder.

En el debate actual en torno a las opciones del matrimonio, parecería que sólo existen dos proyectos en la escena. La del mundo conservador, que rechaza todo cambio, y la del matrimonio entre iguales, que coloca una vez más la figura del matrimonio en el centro (acaso para restablecer la correspondencia entre el Estado y la familia, así sea no heterosexual). El matrimonio entre iguales representa sin duda un paso gigantesco a lo largo de toda esa reforma de la vida inscrita en la filosofía del derecho a decidir.

Pero existe una tercera opción, que al menos la izquierda debería incluir en el debate: las comunidades de convivencia como parte del derecho a decidir, sin anular por supuesto la opción del matrimonio entre iguales.

Las comunidades de convivencia no atañen sólo a la unión entre iguales: atañen a todas las formas de convivencia que se hayan celebrado bajo el mismo techo durante un tiempo considerable (sean familiares, allegados, amigos, cual sea que haya contribuido a construir una forma de vida).

Sin duda, el matrimonio entre iguales debe estar garantizado de manera estricta y explícita. Se trata del derecho de géneros –y habría que insistir en el plural–. Sexos hay dos, pero géneros son múltiples. Atañen al performance en la vida, a la forma de ser, y no a la bipartición del bios. Pero también es preciso consolidar la opción que lleva a la vida por los caminos inescrutables en los que se desenvuelven sus formas moleculares hoy.