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Bases y dirección
E

l programa y los objetivos de un partido seleccionan sus simpatizantes, militantes y cuadros. Un programa conservador atraerá conservadores y construirá dirigentes timoratos. Es difícil acostumbrarse a la duda sistemática y el pensamiento crítico requiere informarse y sopesar datos y opiniones contrarias. De ahí en sectores populares la confianza ciega que es una verdadera fe en especialistas y licenciados a los que se delega la facultad de pensar.

La complejidad de los fenómenos sociales conspira también contra la adquisición de un pensamiento independiente. Además, gente muy inteligente y muy preparada en determinados campos del pensamiento puede ser analfabeta en otros y demostrar en ellos un terrible atraso y gran ingenuidad. Para probarlo, ahí están los casos de Albert Einstein, Robert Oppenheimer y otros grandes físicos que dieron al Pentágono –y a un Estado que les espiaba con la CIA– las bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki creyendo nada menos que así acabarían con las guerras.

Por eso, en política, si se descarta la posibilidad de construir algo fuera de los marcos del capitalismo y se desconoce que el capitalismo ni es natural ni es eterno, se cae inevitablemente en la resignada pasividad de los esclavos que temen los cambios o en la utopía estéril de quien busca un capitalismo más humano y aspira sólo a lo que es posible en el marco del régimen, sin arriesgarse a desarrollar las otras posibilidades latentes en las conmociones sociales ni comprender que las reformas –como las ocho horas o la legislación laboral– son el subproducto del miedo a la revolución social porque las clases dominantes prefieren ceder algo antes que perder el poder.

Entre las bases sociales de un gobierno o de un partido y sus dirigentes hay así una correspondencia que sin embargo no es total porque esas bases, sometidas a las brutales acometidas de sus explotadores, tienden en las grandes crisis a ser más radicales que los dirigentes instalados en el sistema y privilegiados. Si no los superan y desbordan es porque esos dirigentes se encargan cuidadosamente de despolitizarlas, de trabar su organización independiente, de exhortarlas a la fe y la obediencia, de inculcarles fidelidad, de convertirlas en meros soldados de una conducción o un caudillo infalible (Lula da Silva, Cristina Fernández, Nicolás Maduro, Fidel Castro) cuyas orientaciones no se discuten aunque sean incomprensibles.

Morena es un partido-movimiento construido en torno a un caudillo –honesto, pero con fuertes límites políticos y muy autoritario– que decide todo por su cuenta y moviliza para presionar a sus competidores políticos, y desmoviliza cuando esas movilizaciones podrían comenzar a salir fuera del marco de lo que para el sistema capitalista es posible y aceptable; es decir, lo que no pone en cuestión ni la propiedad capitalista ni el llamado orden de los opresores y explotadores (como el derecho al pataleo).

El programa de Andrés Manuel López Obrador no mira hacia el futuro ni tiene en cuenta la realidad internacional, la fase actual del capitalismo (que avanza hacia una crisis mayor y hacia graves peligros de desastre ecológico y de guerra, además de reducir todos los espacios democráticos) y ni siquiera abre el paraguas ante el diluvio que podría venir desde Estados Unidos. En líneas generales, ese programa corresponde más bien al pasado, a la época nacionalista de Luis Echeverría y de José López Portillo.

Es un programa obsoleto y utópico porque las bases sociales y económicas de ese nacionalismo conservador no pueden volver a existir: la exportación de productos alimentarios obtenida con el Sistema Alimentario Mexicano en los 80 es imposible hoy con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el campo destruido, el indigenismo paternalista de Echeverría no es posible con la conciencia adquirida por los indígenas desde 1994 y el país está destrozado, militarmente ocupado y en manos de la banca extranjera y las trasnacionales.

López Obrador no desconoce los movimientos sociales, pero no se apoya en ellos, sino que tiene la esperanza irracional de que la oligarquía en el poder –iluminada no se sabe por cuál fuerza divina– conceda elecciones limpias en 2018 (¡con el país ocupado, una matanza cotidiana, unos medios televisivos abyectos y leyes liberticidas!). Ni siquiera tiene en cuenta qué podría cambiar en el mundo en ese plazo de dos años.

¿Cómo piensa recuperar Pemex en estas condiciones y con bajos precios mundiales del petróleo? ¿Qué piensa de las relaciones internacionales de México, de las elecciones que afectarán en Estados Unidos a millones de compatriotas y del fracaso estruendoso del kirchnerismo y de Lula-Dilma en los otros dos grandes países de nuestro continente? ¿Qué propone para los recursos naturales y las zonas rurales brutalmente afectados por la depredación capitalista? ¿Qué hacer con la devastadora minería y la tala de bosques? ¿Qué para fomentar la bajísima cultura y la pobrísima preparación científica de la enorme mayoría de los mexicanos? ¿Qué para acabar con la corrupción?

Morena reúne además votantes potenciales, no militantes en condiciones de hacer cumplir la voluntad de la parte activa de la población, minoritaria, que va a votar. No sólo recluta gente honesta, valiosa, deseosa de un cambio social pacífico: también recibe desgraciadamente los desechos de los partidos del régimen que traen a sus filas la subcultura del fraude y de la corrupción.

Con su política tibia aleja a los jóvenes y obreros y fomenta indirectamente la abstención, por falta de alternativas, que cunde entre los jóvenes de todos los países. De ese modo despolitiza en vez de abrir un debate nacional sobre qué hacer. Se limita a esperar que, llegada la fecha de las elecciones, los votantes pongan la papeleta de Morena como castigo al gobierno y que muchos se vean obligados a escoger lo que creen es el mal menor. Eso se llama fatalismo y podría ser efectivamente fatal para Morena tanto si obtuviese la mayoría como si volviese a perder o a ser despojada de su triunfo.