Opinión
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Homenaje a Reyes Heroles
P

arece mentira que en el antiguo Panteón Francés de La Piedad, sobreviviente del crecimiento urbano tanto horizontal como vertical, en una de las esquinas más transitadas y ruidosas de la capital, siga habiendo remanso de frescura y tranquilidad. Resulta evidente que el trajín, respetuosamente, evita violentar la solemnidad de este espacio.

Ahí fui a dar hace poco con el ánimo de ver de nueva cuenta la tumba de aquel gran mexicano que respondió en vida al nombre de Jesús Reyes Heroles.

Sale sobrando recordar que este distinguido abogado, político e ideólogo –como lo define el Diccionario Porrúa de Historia y Geografía de México– nació en Tuxpan, el de Veracruz, en el año de 1921, y murió en tierra extraña en el año de 1985, siendo secretario de Educación Pública, dándole brillo al noble escritorio que han utilizado tantos mexicanos ilustres y que tanto se ha degradado en los últimos lustros. Algunos de sus ocupantes han sido una verdadera vergüenza.

No podemos olvidar que don Jesús emprendió desde ahí la tan necesaria descentralización de las funciones administrativas, que los sucesores dejaron coja, y además creó el famoso Sistema Nacional de Investigadores, neutralizados también por la incompetencia y la falta de entereza ulterior.

Sale sobrando también recordar sus otros encargos, como el de secretario de Gobernación, entre 1976 y 1979, y la famosa reforma política que abrió el camino para expandir la democracia mexicana y regresar la paz a este país que se estaba alebrestando, sin disparar un solo tiro ni llevar a la tumba a tantos seres humanos inocentes y culpables, como ha sucedido en este siglo.

En eso pensé durante un buen rato, apoyado en el árbol más cercano, además de imaginar lo que le habría servido a nuestro país si no se lo hubiera llevado el cáncer antes de cumplir 64 años de edad.

También recordé el trato personal que tuve con él aquellas deliciosas tardes en el Instituto Mora de Mixcoac, oyendo sus disquisiciones y apuntando tímidamente alguna idea a quien con tanta facilidad se convertía en nuestro maestro, a pesar de que en ese grupo más de uno también sabía mascar tuercas.

Fueron tres años de trato bastante frecuente y muy cálido. Los últimos de su vida, sin que diera nunca muestras de su enfermedad. Con frecuencia, lo recuerdo bien, al notar mi presencia en alguna parte, que a pesar de alta investidura, hizo siempre algún esfuerzo adicional para hacer notar que era de su gracia, lo cual, será fácil comprender, me facilitó mucho los tratos que entonces tenía con la SEP.

¡Es cierto! En ese tiempo le cobré mucho, pero mucho, afecto.

Cuando fue ya prudente dar fin a mi solitaria guardia, como no queriendo la cosa, saqué mi pañuelo y me quité de los ojos aquellas evidentes lágrimas que no osé siquiera atribuir a la contaminación ni a ninguna basurita de las muchas que pululan por ahí, sino simplemente a que sigo sintiendo un enorme vacío dentro de mí y en mi derredor, así como una infinita tristeza al comparar a don Jesús con los de ahora y lo que le están haciendo a nuestro país, echando por los suelos lo que costó tanto trabajo erigir.