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Invenciones del gusto
E

n 1900, en el mismo corazón de París se alzan los fastuosos escenarios que dan cabida a la Exposición Universal, extendidos desde los Campos Elíseos al Campo de Marte, el Sena de por medio; y entre la multitud de construcciones levantadas para la ocasión hay unas provisionales, que simulan palacios de marajás de India, catedrales góticas, pagodas chinas, castillos medievales y aun otras, atrevidos edificios de vidrio y hierro, como el Grand Palais y el Petit Palais, que habrían de quedarse hasta hoy como ejemplos cimeros de aquellos fastos.

Rubén Darío escribe para La Nación de Buenos Aires una serie de crónicas sobre este acontecimiento, que es todo un catálogo de la civilización y el progreso a la vuelta del siglo, un mundo que cambia de manera vertiginosa y donde la industria del vapor, los ferrocarriles de larga distancia, los buques trasatlánticos, el cable submarino, el radiotelégrafo, la rotativa que imprime a velocidad pasmosa, la electricidad y el acero, van de la mano de la política colonial de las grandes potencias.

Pero cuando la exposición, abierta desde abril hasta noviembre, ha cerrado ya sus puertas, en otra crónica de ese mismo año, Noël Parisiense, describe la ciudad que se prepara para la noche de Navidad, y que entra en el lienzo con sus colores contrastados entre el bienestar y el crimen: “la nieve sin caer aún, aunque el frío va en creciente; Noël a las puertas, en los bulevares las barracas que hacen de la vasta ciudad una difundida feria momentánea… el Bon Marché, el Printemps, todos los almacenes fabulosos, caros a la honorable burguesía, invadidos profusamente por papá, mamá y el niño… en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca… un incógnito hombre descuartizado...”

Años después, en 1904, traslada el escenario navideño a la costa andaluza, y en otro lienzo nos ofrece la variada riqueza de la cocina española, tan distinta a la francesa, con sus acentos árabes incorporados al acervo campesino: “Se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes, pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cientos otros, los polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar…”

Es un bodegón en movimiento, un mural animado pintado por la mano de un gourmet de corazón que sabe que la comida entra primero por los ojos y por el olfato antes de buscar el camino de la boca, un juego de espejos concertados donde todo es fruición, especialmente al hablar de dulces, como se ve.

Un inventario que nos lleva a recordar el que Mateo Alemán pone en boca de su Guzmán de Alfarache hablando de frutas: “Allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga… que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada…”

Pero en la alegría de las descripciones de Rubén no puede faltar el recuerdo de la muerte, y así evoca la copla popular que se canta en las calles de Málaga para las Navidades: “La Nochebuena se viene/la Nochebuena se va/y nosotros nos iremos/y no volveremos más…“ Y del mismo modo, reflexiona preguntándose: “¿Quién se acuerda en París, al engullir el boudin blanco, ni de Cristo ni de la muerte?”

Cuando en su Epístola a Juana Lugones anota con sabrosa añoranza que en su existencia azarosa no le ha faltado gustar bocados de cardenal y papa, nos acude a la mente la ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca.

De allí al bocado de Papa no hay más que un paso ascendente. Existe un dulce andaluz, el Pío Nono, irresistible bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema, del que da referencia Leopoldo Alas (Clarín) en La Regenta, y denominado así en homenaje al papa Giovanni Ferretti, hombre de buen diente, por lo que puede verse.

Los tratados culinarios suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio y jamás ni nunca al Papa, tan lejano en Roma; es lo que habría ocurrido con los chiles en nogada de la cocina poblana en México, en cuya creación, según se cuenta, metieron sus sabias manos las agustinas del convento de Santa Mónica.

En Nicaragua se sirve en Nochebuena el Pío Quinto, un postre de marquesote –torta de maíz remojada en miel y aguardiente– bañado de atolillo de maicena y huevos y adornado con uvas y ciruelas pasas; un homenaje, también sin duda conventual, al papa Antonio Ghiselieri, que fue fraile dominico y comisario General de la Inquisición Romana antes de subir al trono de San Pedro, siendo elevado a los altares por Clemente XI.

Su cocinero personal se llamaba Bartolomeo Scappi, autor del tratado culinario Arte del cuscinare, y quien llevaba a la mesa pontifical platos tan refinados como las lenguas fritas de pavorreal, erizos de mar al horno y tortillas de huevo revueltas con sangre de cerdo. Es explicable entonces que la fama de sibarita del papa Pío V haya traspasado los mares para heredar su nombre, tan memorable al paladar, a un dulce de la lejana provincia centroamericana.

Hoy sería imposible imaginar sentado ante una mesa plena de manjares semejantes al papa Francisco, quien comparte el comedor de su albergue de Santa Marta con curas de escasa jerarquía, y seguramente no dejará a la posteridad ningún plato de excelsa cocina que celebre su nombre.

Masatepe, diciembre 2016

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