Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La otra mujer

L

levo siete meses acompañando en sus caminatas a doña Yolanda. No me necesitaría si hace un año no se hubiera caído en el parque. Pudo ser de consecuencias fatales. Afortunadamente no hubo fracturas, pero se golpeó la sien derecha y eso le provoca cierto desequilibrio.

Doña Yolanda tuvo miedo de que de sufrir otro accidente, verse obligada a esperar horas en un consultorio, pasar minutos al teléfono escuchando las advertencias de su hijo Felipe. Además de que la aburren, hacen que se sienta milenaria: Mamá, aunque te choque, estoy de acuerdo con lo que dice mi esposa: ya no debes usar tacones altos... ni leer mientras vas caminando... ni salirte sin avisarnos adónde vas... ni, ni, ni. ¡Qué aburrición!

Para evitar nuevos riesgos, ella misma le pidió a Felipe que le consiguiera una asistente. Al cabo de muy pocos días, él vio en la calle, pegado en un poste, nuestro anuncio: Cuidadoras Profesionales. Día y noche. Fui la afortunada: me contrató.

Temo que no duraré mucho tiempo en este trabajo. Varias veces la señora Yolanda me ha dicho que, según se presente la situación económica, tendrá que reducir gastos para no causarle problemas a su hijo. Lo entiendo, pero lamentaré quedar desempleada precisamente ahora que los precios están subiendo.

II

En los meses que llevo de tratarla, he llegado a encariñarme con mi patrona. Ella me suplica que no la llame así, ni le hable de usted porque también la hago sentirse vieja. Ya bastante se lo recuerda (dice sin ánimo de ofenderme) necesitar de mis servicios. Me pide imposibles. No puedo tutearla, ni siquiera imaginarme preguntándole: ¿cómo dormiste o ¿por dónde se te antoja que caminemos mañana? El trato que le doy es el correcto.

Según me contó, durante quince años tuvo una escuela de pintura y dibujo. A eso se debe que muchos vecinos la conozcan o crean conocerla. Lo digo porque a veces se le acercan personas que la confunden con otra mujer. A ella no le molestan los equívocos, más bien creo que le divierten.

III

La primera tarde que caminamos juntas, un chaparrito con un lunar en el párpado izquierdo se fue directo hacia doña Yolanda gritando: Beatriz, ¡estás igualita, pero sin el uniforme! Nunca he olvidado nuestros años en la Academia Minerva. Para que veas que no miento, te diré que eras la l2 en la lista de asistencia, Gallegos el 20 y yo el 23. Ella hizo un gesto de admiración: No me extraña que lo recuerdes: siempre tuviste memoria de elefante. El hombre, crecido por el elogio, le preguntó si acostumbraba pasear por ese andador. De ser así, quizá volvieran a encontrarse. Ella respondió con una frase vaga y una sonrisa promisoria.

En cuanto el chaparrito se alejó le hice ver a mi patrona que él la había llamado Beatriz y no Yolanda. Lo noté, pero no me atreví a corregirlo. Habría hecho pedazos su gran motivo de orgullo: conservar la buena memoria.

IV

Después de aquella tarde, en varias ocasiones tuvimos experiencias semejantes: una mañana de agosto, una mujer con un perro chihuahua entre los brazos se acercó diciendo: No me lo digas: ¡tú eres Rebeca! Estás en una foto con mi hermana Graciela: siempre me hablaba de ti. Hace dos años que Chela no vive en México. En la Feria de las Naciones conoció a un holandés. Se hicieron novios, se casaron y ahora radican en Holanda. Vendrán el próximo diciembre. A mi hermana le daría muchísimo gusto verte. Cuando llegue te aviso. No traigo en qué anotar. Te dejo mi teléfono. Y perdona que me vaya tan rápido, pero me están esperando.

La mujer del perrito desapareció en el interior de un coche enano. Dije que me era imposible imaginar la casa de Graciela en Holanda. “A mí no –respondió mi patrona. –Hay dos bicicletas en el garage, un reloj de cucú en una pared blanca, queso en el refrigerador y un florero con seis tulipanes que se marchitan despacio durante noches muy largas.” Las imágenes me hicieron reír.

V

En nuestra segunda caminata de hoy ocurrió algo especial. Al pasar frente a La Ronda, un café muy agradable, vimos que había poca gente y entramos. A un lado de nuestra mesa conversaba una pareja; al otro, una muchacha sentada en posición de loto escribía en su computadora. Pedí un té verde. Doña Yolanda tardó en ordenar: Se me antoja un cortado con un poquito de canela en polvo. Sólo para darle sabor –agregó como si tuviera que justificarse.

Luego, se puso a contarme que de Navidad su hijo le había regalado Los diarios de Emilio Renzi. Empezaba a leerlo y... se interrumpió al ver frente a nuestra mesa a un hombre ya mayor, vestido con ropa de pana, que la miraba absorto: ¿Pasa algo? El hombre le sonrió: Reconocí tu voz. Veo que sigue gustándote el café cortado con chispas de canela. Aún es mi preferido. Me recuerda tantas cosas. Bueno, tú sabes... Hizo una discreta reverencia y abandonó el local.

La intensidad con que doña Yolanda siguió mirando al hombre que se alejaba por la avenida me hizo preguntarle si lo conocía. No, pero me hubiera gustado ser la dama con quien me confundió.